“- ¿Has visto la escena del arca de Noé que hay representada en este capitel? Es realmente naïf. La desproporción de las figuras, con sus grandes cabezas, le da un aspecto inocente e infantil; no se aprecia la cólera divina ni se presiente la tragedia inminente.
- Si cariño, podrías dedicarte a guiar japoneses en lugar de a la medicina. Pero, ya estoy harta de iglesias. ¿Cuantas hemos visitado durante este viaje?
Y en esto, empezó a llover y llover. Y llovió hasta desdibujar los sueños y disolver las ilusiones, devolviéndolos a la informe esencia líquida que, quizás, nunca debieron abandonar.”
- Joder, Elena, que historias más raras te inventas; no he entendido ni jota.
Ella ríe. Podría explicarle que no es una historia inventada, pero evidentemente renuncia. Intenta disimular la angustia que le produce la mezcla imposible de afecto y desprecio, deseo y repulsión, atracción y asco que en algunos momentos siente por su homo erectus. Y miedo; tiene ese maldito genio que tanto le cuesta controlar. Pero esto se ha de acabar; ya hace tiempo que le falta el aire. Unos días después, una lluvia inclemente revienta alcantarillas y un sucio oleaje casi marino recorre las calles. Como un navío fantasma, arca de muerte, se aleja muda la ambulancia que se lleva a Elena.
En la sala de autopsias hay goteras. El ayudante deposita el cuerpo en la mesa mientras canturrea “Somos novios de la muerte...”. El forense entra maldiciendo el lamentable estado de las instalaciones y cuando, al fin, baja la vista su cara parece transformarse en el reflejo de todas las livideces que han yacido en esa mesa. Sólo la gotera se empeña en recordar que el tiempo no se detiene.
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