Hombre de pocas palabras, sometido a la vida que llevaba y condenado a la dura pobreza, así era el viejo Rubén.
Sin más pertenencias en su haber más que su inseparable compañero “Zeus” acostumbraba pasearse por las calles buscando en los tachos de basura algo con qué alimentarse y a su perro.
Dicen que cada uno se parece a su mascota y este era el caso. Zeus era tan indigente como su amo (siquiera una raza conocida tenía), a veces se peleaba con otros perros por una caja vacía de pizza o por las sobras de algún restaurante, claro que todo lo que conseguía en el furor de la batalla lo compartía con Rubén y éste, agradecido, cuando no había siquiera bolsas de basura que revisar, solía darle al perro todo el alimento que encontrara, aún a costas del insoportable hambre.
Así es, compartían todo, hasta las pulgas y piojos. Dormían en un pequeño refugio de cartón bajo un puente de la autopista donde en los días de tormenta se acurrucaban al calor de unos trapos viejos y deshilachados.
Un día parecido a los demás (cuando la pobreza abunda los días son todos iguales) el viejo comenzó a toser al tiempo que se tomaba del pecho como si una pena lo acongojara. Zeus que de tonto no tenía un pelo (de hecho se estaba quedando pelado por la sarna), se percató de que su amigo no andaba bien. Conforme pasaba el tiempo Rubén se ponía peor, la tos no solo no cesaba sino que empeoraba, mientras su mascota volvía cada día al refugio con más cicatrices y alimento.
Cuando todo parecía acabar para el pobre viejo, un alma que caminaba por el costado de la autopista se apiadó de él al escuchar el fuerte sonido de la enfermedad y lo llevó al hospital de la ciudad.
A Zeus le costó entender qué podían hacer en ese lugar con su amo para que mejorase y se sentía reacio a la idea de que otro ser humano cuide y sane al viejo, la experiencia y el instinto le decía que todas las personas excepto Rubén eran malvadas, indiferentes al mundo que él y su amo habían construido debajo de aquel puente. Pero también sabía de su impotencia, de que nunca le permitirían estar con él mientras le curen de su mal, por lo tanto decidió quedarse en el refugio calentando las mantas para su compañero (a Rubén le encantaba eso) y ampararse en la improbable ayuda que esas personas podrían ofrecerle a su tan querido amigo.
Nuevamente los días pasaron y Zeus no se movió del refugio ni siquiera para buscar comida, se había propuesto ofrecerle un lecho tibio a su amo cuando volviese. El hambre lo asechaba cada noche antes de tratar concebir el sueño, bebía del agua que corría por el cordón de la vereda y su único objeto para mantenerse con vida era el de volver a ver al viejo. Sus oscuros y cristalinos ojos, aún más expresivos que los de cualquier otro perro, ponían en evidencia el dolor, la pena y el miedo que el desafortunado animal sentía.
Eventualmente Zeus murió, quizás de hambre o tal vez de pena, el hecho es que no levantó su frágil cuerpo de las mantas ni siquiera para echar un último vistazo a la luz de la luna que brillaba esa noche.
Cuando finalmente Rubén volvió encontró los restos de su amado perro descansando en el refugio justo como él recordaba que lo había visto por última vez. Se acercó llamándolo por su nombre, pensando que quizás estaba dormido “¡Zeus!” gritaba, “¡amigo, he vuelto!”. Al darse cuenta el viejo de la muerte de su amigo convirtió los sacudones en caricias y la alegría en el tan familiar dolor.
Lo único que se sabe del desenlace de esta historia es que Rubén murió también en el refugio, quizás de hambre o tal vez de pena.
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