Sentada en el borde de la cama. Observando cómo dormías, incluso, cómo hablabas entre medio de balbuceos. Tu boca abierta, tu pelo desparramado. El cuadro del sueño perfecto. Con la almohada acomodada y acolchada perfectamente para dormitar por 336 horas extendidas. Sin pausa alguna.
Las sábanas te rodeaban, y dentro de ese nido que llamamos descanso se asentaba el calor de sentirte cerca no por estrellas, sino que cara a cara. Tuvimos la realidad al frente de nosotros, con lágrimas que corrieron por los pijamas; con la certeza de que bajo eso que nos protegía en las noches se escondía una conexión que nos llevaba hacia algo increíble. Y creíble, además.
Los abrazos de madrugada, haciendo escapar "te quiero" que se podían tocar de lo verdaderos que eran.
Los colchones destruidos por nuestros saltos, al buscarnos por tantos lugares, durante tanto tiempo y finalmente habernos topado. Sin cobardía esta vez. Con las narices rozándose al querer flotar junto a ti; al cerrar los ojos con nuestras dos cabezas pegadas. Siendo siameses que no debían separarse. Porque uno respira con el otro; siendo tu aire...
La cama es testigo. El testigo más fiel de los juegos a media luna, con la cara ojerosa, sin maquillaje ni mentiras, y nuestras risas cómplices.
Acostamos nuestros deseos junto a nosotros. Y fue bello...el observarte de mañana, tarde y noche...agarrando tus caricias y convirtiendo todas las angustias en calma. Pudiendo fluir finalmente, sin miedo. Hasta que te pueda encontrar nuevamente.