Inmaculada
Tomé el colectivo en Corrientes y Callao. Por el diario me había enterado de que había huelga de trenes y, a las nueve de la noche, era un triunfo colgarse del 60 para llegar hasta Tigre. En el pasillo había tres filas de personas apretujadas, portafolios, paquetes, paraguas, brazos tratando de tomarse de los barrotes del techo o de los asientos. Los que iban sentados se cubrían el rostro con las manos para no recibir golpes de tanto bagaje. Como siempre, se iban acomodando los pasajeros y, en un momento dado, antes de llegar a Plaza Italia, pude asirme del apoya manos de un asiento en el que viajaba una muchacha delgada, de fino rostro, pequeña. Entre los árboles del botánico y las fieras del zoológico, me dediqué a mirar las faldas de la señorita, las cuales estaban cubiertas de libros y cuadernos de estudio. En el colectivo, en general, uno mira para todos los costados y, sobre todo, no pierde de vista al conductor, para reaccionar rápidamente en caso de frenadas imprevistas. Pasó el trayecto de Pacífico y la cosa se había alivianado. No había asiento, pero los parados estábamos más cómodos. De vez en cuando dirigía mis ojos a la bella pasajera, quien miraba al frente; en una ocasión, puso su mirada en mí un instante; torcí la mía enseguida, no hubo gestos ni muecas. Todo seguía igual. Al llegar a Cabildo, dos pasajeros, que estaban en el asiento anterior a la chica de las manos pálidas que acariciaban los lomos de los libros, se levantaron para descender y me apresté a ocupar uno de sus asientos. Imposible. Dos hombres un poco mayores que yo, medio empujando, prepoteando, afincaron las posaderas y me dejaron de pie. Quise reaccionar, pero me pareció inútil, no sólo porque aplicar la razón en estos viajes no se estila, sino que, además, cada uno de ellos mediría por lo menos un metro ochenta, pesaría unos cien kilos y tendría unos treinta años, contra los setenta kilos míos, mi metro setenta y tres, y mis veintidós años. Muchas en contra para pretender éxito en una disputa. Además, por si fuera poco, ese lugar no era el que yo pretendía, porque me hubiera impedido ver a la chica de pies pequeños enfundados en zapatos blancos; para mirarla hubiera tenido que darme vuelta, y no iba conmigo la de galán callejero. Seguí observando a los que se habían sentado y, desde mi posición, me llamó la atención el diámetro de sus cabezas; eran enormes, de cabellos rubios, orejas desprendidas del cráneo y tan blancas como el boleto que yo había enrollado entre mis dedos. Pensé que serían polacos o alemanes. Resignado —ya estábamos por Olivos— mi mirada trató de buscar los ojos de la mujercita, los cuales yo imaginaba hermosos como el mar quieto; por el momento, única posibilidad de hacer pasar el tiempo de la manera más placentera. A la altura de la quinta presidencial, los imbéciles de adelante empezaron a darse vuelta, a hacerle miradas a la bella muchacha, sonrisas y algunas palabritas, no groseras, pero confianzudas. Hablaban perfecto castellano, argentinos imbéciles descendientes de algún barco anclado en el Plata. En esa situación estábamos, arreciaban los iracundos con sus expresiones de mal gusto y, de pronto, ella posó su mirada en mí. Sus ojos, de color verde claro, me solicitaron protección, en un silencio cómplice; asentí con un leve movimiento de cabeza y me sentí el héroe de la película ante el avance de los torpes vecinos. De pronto, una brusca frenada, y yo, en las nubes, o, mejor dicho, en una playa oculta refrescándome los pies en la espuma blanca; los que íbamos parados fuimos despedidos hacia delante y quedamos en estado de scrum volante.
Me bajé del 60 en la esquina de la estación Beccar. Debía caminar cuatro cuadras hasta mi casa. Para mi preocupación, también bajaron los dos energúmenos que iban delante de mi asiento. Apuré el paso, con todos mis libros y cuadernos aprisionados por el antebrazo derecho, y, en la primera esquina, empecé a correr. Me interné por la calle más oscura, que me llevaba a mi casa por un atajo; los hombres se pusieron a mi lado de golpe, como si ellos conocieran otro atajo mejor. Paré en seco, retrocedí unos pasos y quise gritar. Me tiraron los libros al piso. El más gordo me tomó de las manos, mientras que el otro me arrastró hacia la pared de la vivienda vecina y me tomó de los cabellos. Grité desde el fondo de mi alma. Inútil. Uno de ellos me puso un pañuelo en la boca; me ahogaba. El mismo, con sus manos como tenazas, sujetó mi cabeza, mientras el otro me abrazó al pretender patearlo. Tuve que aflojarme, porque el primero me destruía, con sus manos-tenazas apretándome cada vez más la cara. El apretador arrancó mi pollera, se bajó el pantalón, llevó su mano a mi sexo para correrme la bombacha y me penetró. El cómplice sacaba el pañuelo de mi boca de vez en cuando. Yo no grité; el terror me dominaba. Luego, cambiaron los papeles; el otro inició su labor, pero, a escasos segundos, quedó quieto, como sin fuerzas, a lo que su cómplice degenerado, notando su espasmo, le dijo: “Pelotudo de mierda. Siempre lo mismo. Sos un maricón. Te pasa lo mismo que cuando aplicás la picana en la seccional. Andate al carajo”. Gracias a esta “flaqueza” de este custodio de la seguridad del país, me soltaron y caí al suelo, aunque consciente, triturada. Creí que se iban, pero no; acercó su rostro el fortachón y me dijo:
—Te cogimos con forro. No vayas a joder denunciándonos a la policía, porque entonces sos boleta.
El 60 había llegado a la calle Sarmiento, en San Fernando, y recién allí, después de aquella frenada que me había dejado medio aturdido, me pude sentar. Al hacerlo, rocé el hombro y el brazo de la bella muchacha, lo que me sirvió para conectar con ella a través de una tímida disculpa. Por suerte, los dos idiotas se bajaron a la altura de la cancha de Tigre, y aproveché para intercambiar unas palabras con la compañera de viaje. Nos bajamos en el Tigre Hotel y me dijo que tenía unas cuatro cuadras hasta su casa.
—Te acompaño —dije—; no vaya a ser que esos dos se acerquen por aquí y resulten ser dos degenerados.
Ella asintió agradecida. Cuando llegamos a la puerta de su casa, le pregunté su nombre; me dijo que se llamaba Inmaculada.
—Sansón —dije yo, para que ella no se quedara sin saber el mío.
Esperé que entrara, cerró con llave la puerta cancel y, por el vidrio translúcido, me hizo un saludo más que cordial.
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