La Muñeca Perversa

La pequeña muñeca yacía debajo del estante, aquel desaliñado cabello enmarcaba una cara inmersa en una suciedad aterradora mientras su frágil cuerpo se esparcía en el piso de la juguetería; el vestido había quedado despedazado, aquel esplendoroso terciopelo derrochaba entre cortes y agujeros la inmensa frialdad con que su dueña había sido ultrajada…

Su asesina sonreía desde el anaquel, no le había costado mucho figurar una repisa traicionera y otorgar un destino fatídico a la muñeca que desde un día antes se había convertido en una pesadilla. Recordaba como las niñas señalaban con una emoción indescriptible a su compañera, sus rizos, sus ojos, el vestido rosa, todo en ella era perfecto, y por eso había decido acabar con esa insoportable perfección para reducir su belleza en añicos de porcelana.

Lo hizo igual que con las otras, esperaba la madrugada en la calle 26, y mientras ellas reposaban intactas a su lado, ella se encargaba de condenarlas, de destrozar sus vestidos, de ensuciar su cara, de desgarrar sus cabellos y como un castigo letal a su existencia, las arrojaba del estante con una satisfacción inaguantable, a sabiendas de que al día siguiente ella sería la muñeca más hermosa…

Una muñeca digna de aquel aparador, con una belleza inigualable, exhibiéndose con una risita inocente, con una mirada tierna, envuelta en el terciopelo azulado de su vestido, ocultando detrás de aquellas mejillas sonrosadas una maldad que la hacía única, que resaltaba sobre todas las otras, que reflejaba entre la ternura ilusoria de su rostro una superioridad destellante que opacaba a cualquier otra de la juguetería…

Por desgracia, ellas no lo entendían, las ingenuas niñas, corrían hacia las nuevas, nada era más importante que el brillo de sus rizos o los flamantes vestidos, sus pequeñas mentes se dejaban llevar hacia lo desconocido y la perversa muñeca permanecía intacta en el anaquel como un harapo viejo, con una belleza ensombrecida por la mezcolanza del tiempo y el polvo, haciendo una guardia eterna al lugar, maldecida por un destino determinado y aburrido, ennegreciendo el refugio de la diversión con su maliciosa ambición, por eso las destrozaba, se deshacía de las otras, cuando ya no hubiera otra, tendrían que verla a ella….

Cuando llegó el amanecer, el anciano vendedor trajo consigo a otra más, con orlas castañas, vestidos carmesí y ojos avellana, la puso en la vitrina como las anteriores, a un costado de la muñeca vieja, como preparándola a una fortuna establecida, lo pudo ver en su mirada, el sabía que al día siguiente ya no estaría su nueva adquisición, lo denotaba el gesto indiferente al pisar la porcelana del más reciente asesinato; no obstante la muñeca sonreía, esa noche, cuando la juguetería se convirtiera en una presa más de la oscuridad nocturna, volvería a hacer lo mismo, y vengándose del sufrimiento de la mañana, aniquilaría a la nueva muñeca, y día tras día haría lo mismo, una más, una menos, transformando su extenuante belleza en la monstruosidad pura, secando su alma para enriquecer un ego obsesivo, arruinando todo lo que se pusiera en su camino, quizá algún día, las niñas la verían y entonces admirarían el antiguo anaquel donde la viva belleza de la maldad reposaba en un trono astillado…