Emilia observó sus las manos con extrañeza; estaban sucias, llenas de polvo y uno que otro corte. Así no podría jugar y eso la entristecía.
Se detuvo frente al espejo que tenía en su habitación y examinó su reflejo: la frente rugosa, sus pechos marchitos, el ajustado vestido amarillo con cinta azul, que ya no favorecían su figura como en antaño. Se acercó a su velador y abrió una pequeña caja, la de cristal, en donde guardaba a su gran amigo, el único que tenía.
Un anillo de compromiso, de ésos con rocas brillantes y color opaco. Era su confidente, el único que la comprendía y la amparaba. Lo sacó de la caja y lo aproximó a sus labios, para darle un tenue y cariñoso beso.
“Tengo los dedos hinchados” le dijo, “estuve trabajando en el jardín y ahora me duelen. No podremos jugar esta noche”.
Por la acera, inmediatamente al otro lado de la ventana de Emilia, un hombre que pasaba se detuvo a escuchar la conversación y reconoció su voz.. Se asomó con cautela por la ventana, para cerciorarse de que efectivamente se trataba de ella, la que todos comentaban. Entre las cortinas gruesas y el olor a naftalina pudo divisar su figura, bailando con el anillo sobre el parquet despegado. Sonriendo con crueldad y picardía, le gritó:
-Devuélvele el anillo que le robaste a tu madre, loca, que nunca fue tuyo!
Emilia, furiosa, correteó al hombre cerrando las persianas con brusquedad. Se sentó sobre su cama con tristeza, las lagrimas asomándose a sus ojos.
“No le hagas caso” la consoló el anillo, antes de que rompiese en llanto “Nosotros, los anillos de compromiso, fuimos hechos para brillar, no para ser enterrados donde nadie nos mire. En una tumba no me necesitan; en cambio tú, que nunca tuviste uno, tú sí que me necesitas.”
Ella lo miró con ternura, sonrió, y siguió bailando.
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