EL SILENCIO
El olor al cloro invadió mis pulmones, respiré hondo a fin de que los desinfectara al igual que al agua. Sentada en el borde de la pileta tímidamente sumergí los pies, estaba fría, pero poco a poco me fui aclimatando a ella, mientras los movía en círculos.
A los lejos se escuchaban las voces de los chicos que jugaban al fútbol en el salón de arriba y la pelota rebotando en el piso.
La zambullida me llevo al fondo, dos metros me separaban de la superficie, las baldosas celestes daban la sensación que era el cielo. Nadé hasta el otro extremo debajo del agua que amortiguaba los ecos de la lejanía, aislándome del mundo y volviéndome a llevar al útero materno. Me sentía un feto en el líquido amniótico, apartada de la vida externa por ese vientre que atenuaba los sonidos.
Siempre fui sensible a los ruidos, desde pequeña, la música alta, los golpes fuertes, los truenos en las tormentas, los ladridos en las noches, me sobresaltaban. Nada peor que encontrarme en un embotellamiento de vehículos, donde las bocinas suenan sin parar, los conductores despotrican a los gritos, los peatones abuchean y todo retumba en mi cabeza paralizando mis ideas.
O las ferias vecinales, los feriantes alzando su voz como si estuviesen en un concurso de canto...”¡A la papa barata, a la papa!, ¡Vamos que se acaba, doña! y así uno a otro en sus puestos queriéndose imponer al vecino.
Las discotecas, con esa música que viola mis oídos y las personas hablan alto para poder escucharse y los parlantes que parecen que van a reventar tras cada nota que disparan.
Por eso adoro ir a las bibliotecas, ay que placer entrar allí, el templo del silencio; a veces alguien desubicado deja caer un libro, ese sonido seco sobre el piso que repercute en la habitación, pero enseguida vuelve él a apoderarse del recinto.
También me gustan las iglesias, solo los pasos de los feligreses interrumpen mis plegarias o algún murmullo de alguien que reza en voz alta, cómo no prefieren guardarse sus oraciones para sí.
Los cementerios, otro de mis lugares predilectos, en ocasiones se escuchan algunos llantos que dejan escapar los deudos más escandalosos, de lo contrario, solo el canto de los pájaros y la música del viento o las hojas rozándose unas contra otras, como acariciándose ante la complicidad de los muertos, acompañan al silencio.
Por eso, este medio acuoso, me da calma, me aísla, me devuelve lo perdido.
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