Un viernes en la noche recién iniciada, una joven llego a la Catedral y se sentó en la última banca, yo estaba ocupado tocando una partitura de J. S Bach, (que seguro vosotros ya habéis escuchado), así que solamente pude divisar su silueta y su hermoso pelo rojo. Cuando termine de tocar me dirigí hacia la última banca para despedirla y cerrar la iglesia, pero ella ya no estaba.
Al anochecer del siguiente día volvió su misteriosa figura y se sentó esta vez adelante, en la primera fila, así que pude observar nítidamente su perfecto rostro, sus finos brazos y su piel blanquísima como la Virgen que tenía a mi diestra, pero por sobre todo su cabellera, esta vez perfectamente envuelta en un tocado que hacia juego con sus ropas elegantes de gran valor.
¡Oh Ángeles sois mis testigos! ¡Podría estar horas describiéndola y os podría dar solamente una pincelada de su belleza!.
Su cautivamente belleza me perturbaba, no lograba concentrarme, deseaba mirarla antes que ver las teclas del órgano y al final, mezcla de vergüenza y culpa no pude terminar la partitura. Nunca había tenido esa sensación antes, era una sensación extraña, ajena a mí. Mientras estaba algo enojado conmigo, pues no entendía que me pasaba, ella se acerco tímidamente donde yo me encontraba, deseaba confesarse, su belleza era embriagadora, cautivamente, seductora, pero más que su belleza eran sus ojos, azules y profundos, los cuales me atrapaban y en los cuales también se escondía una honda tristeza.
Le expliqué que no era una hora apropiada para confesarse, que volviese mejor a la mañana siguiente, a lo cual ella se negó, deseaba librarse de sus pecados, deseaba ser pura de los fantasmas que la atormentaban y que yo ignoraba, pero yo no podía hacer nada, ante mi negativa ella se quebró, y llorando salió corriendo de la catedral.
Me quedé impávido, aun no entendía que había hecho, y me sentía mal, mal por no poder ayudarla, mal porque no fue capaz de hacer nada, perfectamente ella se podría haber confesado conmigo a esa hora y haber calmado sus pensamientos, pero no me pareció prudente, no era adecuado que una doncella o señora, (pues no sabía en esa época que era a pesar de su juventud), estuviese a solas cerca de medianoche con el cura. No, no era correcto, como tampoco eran los sentimientos y dudas que ella desataba en mí.
Al otro día, mientras hacía mis deberes, el cardenal, mi superior, me preguntó como estaba. Su pregunta me sorprendió, instintivamente respondí que bien y traté de desviar la conversación, pero el se mostró preocupado por mí, me notaba extraño, distinto, me dió el día libre y me dediqué a caminar por la cuidad, caminar y pensar, pues lo necesitaba. Estaba confundido, demasiado y por alguien que ni siquiera conocía, quizás mi inocencia o mi falta de conocimiento previo antes de entrar al sacerdocio me jugaba en contra.
Mientras volvía a la iglesia, caminaba cabizbajo, pensativo, y cuando levanté mi rostro, mi mirada se cruzó nuevamente con la de ella, se acercó pidiéndome disculpas, dijo que habíamos empezado mal, que ni siquiera se había presentado, que había estado triste, mal, muy mal, pero que ya estaba mejor, que ya no deseaba confesarse, que tenía miedo de que me asustara, que había sufrido mucho en su vida, y que también había causado mucho dolor, que deseaba paz, que la anhelaba, y que lo único que deseaba ahora era caminar, que la acompañase. Todo lo decía con voz lindísima, con su precioso acento extranjero, una voz que seducía, pero al mismo tiempo acunaba, una voz dulce a la cual era imposible decir no, y así sin darme cuenta paseábamos por las calles de Bilbao, sin temor, ni preocupación por nada...
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