Faltan diez minutos para las diez de la noche, me informa el reloj colgado a la pared que me hace pensar en su monótono sonido como una técnica de hipnotismo frustrado. Nada me hace olvidar que sólo tengo diez minutos más. Me paseo inquieto por la estrecha habitación atiborrada de objetos detestables buscando tal vez algo que no me haga pensar, o mejor aún, buscando en que ocupar mi mente agotada del tic tac del endemoniado reloj. Intento el método absurdo del hiperquinético ir y venir entre muebles añejos que forman un angosto pasillo, donde pretendo alejar el ruido incesante del reloj que me recuerda con insistencia que el tiempo se acaba, que se está yendo, que mi aliento se va con él. Busco un poco de aire fresco que despeje mis pulmones del humo intenso de mis cigarrillos que dibujan líneas en la atmósfera que no puedo borrar, necesito oxígeno, y siento entonces el imperativo deseo de abrir la puerta y aspirar el aire a grandes bocanadas, pero cada vez que tocan mis dedos la manilla vieja y oxidada de la puerta la sangre se me congela y retrocedo como si buscara calentarla otra vez. Quizás sea porque tengo miedo, quizás porque el reloj juega con mis temores y se ríe de mi frenético vaivén sabiendo que falta poco.
Tal vez él ya esté afuera, tal vez está esperando que salga, a que no pueda seguir soportando el sofocante aire que de tanto reciclar una y mil veces se ha viciado. No quiero verlo, sus ojos vacíos y su cara inanimada me repugnan, y aunque intente cambiar lo que acontece después de abrir la puerta es siempre lo mismo, fingirá la simpatía irracional que no siente y acabaré haciendo lo que me pida, hasta manosear y pisotear mi voluntad con grotesco deleite.
El tiempo sigue consumiéndose como el tabaco de mis cigarrillos, como el oxígeno de mi cuarto sin ventanas. Mi conciencia ya comienza a languidecer, el abatimiento que a esa hora empieza a estrangular mi resistencia me convence que es inútil oponerse cuando conozco muy bien el desenlace de mi historia, cuando recuerdo que él es más fuerte que yo y luchar sólo serviría para malgastar el tiempo que se aleja sin misericordia. Entonces giro la manilla de la puerta y allí está, como lo imaginaba en los dibujos del humo detenidos en el aire, parado tras la puerta con la expresión oscura, mirándome con los ojos huecos y perdidos en tinieblas que no alcanzo a ver. Pero siempre es así, él sonríe irónicamente y finge una amistad intangible que inventó una de las noches frías de este invierno, o del anterior, ya no lo recuerdo. Caminaremos por calles lúgubres y deterioradas por la nostalgia de almas como las nuestras, roídas por el tiempo malgastado de tantas vidas, y terminaré siguiendo su rutinario juego de estúpidas costumbres, terminaré intoxicándome la sangre, hiriéndome con agujas corrompidas y riendo más tarde de sus chistes insensatos como si fuera la primera vez que los escucho. Entonces él se sentirá complacido, la noche termina a su antojo, la historia ha vuelto a recorrer las líneas habituales que ha trazado y ríe con exasperantes carcajadas que saltan de sus dientes oscuros para rebotar en las paredes de mis oídos, mientras su olor nauseabundo termina por atrofiar mis pensares. Ya no hay nada que hacer más que mirar el tiempo morir, abandonar las horas con resignación e intentar no pensar en ello, la mañana se acerca, estaré ya en mi cama para cuando el sol se asome otra vez sobre la ciudad y procuraré creer que esa será la última vez que el deseo destructivo de un ente incrustado en mi alma desgastada vuelva a persuadirme, pero sabiendo al fin y al cabo que a las diez de la noche en punto volverá a mi puerta y yo volveré a abrirle.
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