Sutilmente pude ver como mi vida pasaba ante mis ojos. Me rendí ante el

momento en que me encuentro frente a frente a los ojos de mi mayor

miedo. Aquel lugar de donde soy más vulnerable y que apagó mi vela con

un aliento de angustia. Desde ese plano al fin, lentamente pude

observar que la sensación de ahogo fue más que todo una experiencia

bendita. Pronto, la desesperación comenzó a tornarse en una profunda

paz que sobrepasaba mi propio ser;como si Dios intentase hablar por

cada uno de mis poros.
No era momento de ensimismarse en el abismo de mis miedos, era momento

de actuar: Compartir la paz como dicen los religiosos, ofrecer un

pedazo de ternura en los ojos de quien desespera y formar parte de un

todo tan natural. Dicho de otra manera, explorar aquellas cualidades

que jamás me atreví a mirar...convertir el dolor en una dulce templanza

y en una agradable compañía reflexiva...ser fuerte por el otro.
Aportar con un grano de arena que dignifica el espíritu, pero con la

finalidad de aprender algo con todo esto.
Por eso sé que solo existe una única cicatriz en mi alma, y es que la

muerte no avisa. Muchas de nosotros pasamos por la vida de otros y no

regresamos a ellos por distintos motivos...en especial por nuestro

orgullo...ignoramos que la oportunidad de reencontrarse es aquí en la

tierra porque es desde aquí donde nos vinculamos...pero omitimos que el

tiempo es muy corto.

Para conocerse...
Para reencontrarse...
Y por sobretodo para amarse...