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Subí la cremallera de mi chaquetón y cerré la puerta con fuerza. El viento soplaba con violencia y andar con remilgos a esas alturas era pecar de hipócrita. La visita a Javier me había devuelto a una ciudad que abandoné hacía ya unos años, a unas calles llenas de charcos por las que ya no pasaba. Miré por si venía algún coche y crucé a la acera de enfrente, donde, a no más de unos trescientos metros, había un café bastante tranquilo donde podría ordenar mis pensamientos sin que nadie me molestara. Ese maldito francés de costumbres excéntricas y mirada de loco tenía la capacidad de volver del revés mi mundo y a la vez centrarme como nadie, en su sano juicio, lograba hacerlo.

Me senté en la mesa más escondida que encontré libre y pedí un café con leche sin azúcar. Saqué el paquete de Amsterdamer, los filtros y el papel de liar del bolso, y me dispuse a cumplir con el rito de liarme un cigarro. Creo que la única razón por la que fumo tabaco de liar es por el momento de fabricar mi propio cigarro, con movimientos lentos y precisos, permitiéndome unos silencios prolongados mientras lo hago, haciendo perder en numerosas ocasiones la paciencia de mi acompañante, como si no tuviera el más mínimo interés en entablar conversación con nadie, más que con mi cigarro.

Cuando el camarero trajo el café ya había sacado mi libreta y mi pluma y estaba dando largas caladas al pitillo mientras observaba, con la mirada perdida, a los otros clientes del bar. Ninguno me llamó la atención en especial, así que me concentré en fumar mientras se enfriaba un poco el café.

Javier me había hecho las preguntas exactas para quebrar cualquiera tipo de seguridad que yo albergara sobre mi vida, y para hacer que todos mis pasos parecieran meros intentos de caminar de un niño de un año. Sabía sembrar la desconfianza en mí, esa desconfianza que no llega a ser represora, sino que tiene el volumen justo para gritarte sin que los que no la tienen que oír la oigan, y lo suficientemente estridente como para hacer saltar la alarma cuando de verdad te la juegas. Había pronunciado, entre vino, humo y viejos discos de feria callejera, verdaderas sentencias nacidas de ese estado entre la locura y la brillantez que provoca tanto desconcierto al que no es capaz de comprenderlo. Ver a Javier así, con esa rapidez mental divagando solo por el salón, con la copa de vino en la izquierda y el cigarro en la derecha, con la mirada perdida en la nada, como dando un discurso a una multitud embelesada por sus palabras, me provocaba una tierna nostalgia, me recordaba ese tiempo en que nos amábamos sin soportarnos, cuando nos podíamos pasar hora definiendo el amor que nos teníamos.

Ahora todo había cambiado, cada uno seguía su camino. Nuestras vidas eran totalmente opuestas, pues él había seguido adelante con su sueño de ser escritor y ahora tenía en sus estanterías dos novelas que había publicado con menos de veinticinco años. Era realmente un genio, pero, como todos los genios y como buen escritor, era un ser egoísta, tremendamente oscuro y sin la menor preocupación por el futuro. Hacía unos años que yo había retomado mis estudios y había dejado mis poemas aparcados en un cajón, dejándome retomarlos sólo cuando el trabajo me lo permitía, que era en escasas ocasiones.

Javier sabía que yo me había ido a vivir con Pablo. Sabía que yo llevaba mucho tiempo sola y que necesitaba intentarlo de nuevo, borrar de mi mente un pasado que me había cortado las alas y me había hecho cerrar los ojos a otras oportunidades. Esta vez había saltado al vacío sin pensarlo dos veces.

Le conté a Javier lo feliz que era, la alegría que sentía sabiéndome querida, pudiendo besar cada mañana a la persona que amo. Javier, mientras le contaba todo esto, había estado mirando por la ventana y haciendo gestos negativos con la cabeza. Casi me había hecho sentir como una niña asegurando a su madre que había llegado tarde porque, de verdad, aunque no se lo creyese, había sido culpa del autobús.

Harta de dar tantas explicaciones sin que me las pidieran, que era lo peor de todo, me levanté del sillón indignada conmigo misma, apagué mi cigarro con violencia, cogí mis cosas y salí de casa de Javier a toda prisa, como huyendo de una discusión en la que tenía todas las de perder. Entonces, justo cuando bajaba los primeros escalones, oí a Javier pronunciar pausadamente y con voz profunda las palabras que aún resonaban en mi cabeza:

- A estas alturas de tu vida, cariño, da igual que se llame Pablo, la cuestión es que necesitabas un príncipe azul.

Texto agregado el 05-10-2006, y leído por 215 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
14-10-2006 tu narrativa tiene algo preciso, concreto... Es un lujo y una delicia leerte... el problema es que uno quiere más... der_panther
10-10-2006 llámese Principe Azul o media naranja o quizás Soledad??!! ***** Salud o Libertad??!! buhomatrix
05-10-2006 sea azul, pero a su lado... saludos antroponauta
 
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