LA ROSA, LA MANUELA Y EL ANDRES
Las fatigosas faenas de los campos de Albalate están doblando su torso, frunciendo su rostro, tiñendo su piel reseca de profusa negrura. Es un hombre duro, requemado por el sol y curtido en las labores de la azada y el arado. Desde hace un tiempo, a Andrés le parece escuchar la misma cantinela. La conversación de las mujeres apenas cambia de tono ni matiz. Su mujer, Manuela, y su hija, Rosa, dialogan y él oye con atención, siempre en silencio. Da oídos a las expresiones doloridas de su esposa que sufre y predice negros nubarrones para el devenir de una hija enamorada. Atiende el sentir de su hija que se debate entre el desencanto y la esperanza.
-Rosa, hija mía, -dice Manuela- espabila, abre los ojos. Ese joven señorito no te pertenece, es de elevada cuna y altos horizontes. Por tu bien tienes que apartarlo, para siempre, de tu corazón y pensamiento.
La muchacha, desde meses atrás, exhibe ojeras y cierta palidez; permanece absorta en su aflicción y parece no percibir las palabras de la madre. No obstante, por ser tan repetidas, asiente con la cabeza, como dando a entender que da su aquiescencia a las palabras no escuchadas.
Manuela no ceja en su empeño y vuelve a la carga de forma machacona.
-Dime, Rosa, ¿no aprecias que sólo le serviste de mera distracción? ¿No te das cuenta que esa familia te repudia y que nunca te aceptará entre los suyos? Hija, que barrunto lo peor, que tu madre no se equivoca, que ese mequetrefe caprichoso te hará una desdichada. Se cansará de ti, si es que ya no lo hizo, y dejará de mirarte para fijarse en otra de su alcurnia y su prosapia.
A veces la joven y atractiva Rosa alza la vista y atina a contestar.
-Que no, madre, que no. Que él me quiere. Que me ha dicho que cualquier día le dice a su padre lo de mi embarazo y se casa conmigo. Que le gusto, madre. Que dice que tengo la cara más bella y el talle más perfecto del contorno.
Andrés, Manuela y Rosa, al abrigo del hogar de la cocina, alrededor de la chimenea, intentan calentarse con la brasa medio apagada de un fuego mortecino. Unas llares, de recios eslabones de hierro forjado que cuelgan del fogón, sujetan un caldero quemado y renegrido. Su interior está recubierto de brillante cobre y se utiliza, entre otros menesteres, para calentar el agua de la casa. Por la mañana sirvió para escaldar las calabazas, las patacas, las hojas de lenguaza y otras menudencias que, una vez cocidas, se volcaron en el dornajo para alimentar al gorrino en su pocilga. Arrimado a las ascuas, afianzado con un canto de olla, un puchero de barro con su ajustada cobertera, borbotea lentamente. En este recipiente se recuecen las judías y la morcilla que servirán de sustento para la cena de la noche. El gato, cercano al tibio calor del rescoldo, duerme y ronronea ajeno al sufrir de las personas.
La joven Rosa tiene un bastidor entre las manos y entrelaza hilos tejiendo una puntilla, mientras Manuela zurce calcetines y repara el desgarro de una sábana.
Andrés, el padre, parco en palabras, escucha cabizbajo y se ocupa haciendo soguilla con esparto. Con este ramalillo, una vez conseguidos los metros necesarios, confeccionará un bozal para la mula. Luego hará otro más para el borrico y hasta con la pleita restante, una cincha para sujetar la albarda. Si sobra algo de fibra, aneará un destartalado asiento que ya no sujeta las posaderas de la gente. Hace un descanso, bebe un trago de vino del porrón que tiene al alcance de su mano, coge las tenazas y atiza la lumbre. Arrima a las ascuas tres puntas de troncos de olivo ya casi quemados. El invierno es largo y duro, la nevada es abundante y las heladas y el frío glaciar de la calle se filtran por las rendijas de la puerta y las ventanas. Aviva el rescoldo soplando con los fuelles sobre los tizones. Al instante centellea la brasa y brotan cantidad de diminutas chispas que recuerdan el destello de la fragua del herrero. A la par, el chisporroteo que surge de los leños emite una asonancia que, de cierta forma, rememora al estruendo de los petardos del ferial. Los fulgores y el ruido de las chispas despiertan al gato que, con erizados pelos y asustado, lanza un maullido y corriendo se oculta debajo de la cantarera del rincón. Se reaviva la lumbre y una tenue y frágil llama se levanta. Rosa fija su mirada perdida en el resplandor de la hoguera y retoma la palabra.
-¿Oíste lo que dije, madre? Decía que me ha dicho que me quiere, que tenga paciencia, que le gusto, que bebe de mis vientos, que soy una zagala gentil y muy galana.
Manuela arruga la sábana y la deja caer en el tabaque que ella misma elaboró con fibra de mimbre de la huerta. Alza la vista, acerca su asiento al de la hija y abrazándola dice con orgullo y energía:
-Mira, eso sí. Eso sí, querida Rosa. Lo último que te ha dicho, lo de gentil y galana, es más que cierto. Que a lozana y guapa moza no te gana nadie. Que ya quisieran las engreídas de su madre y hermanas tener un pelo tuyo. Hija mía, esas vanas ricachonas y alcahuetas andan diciendo por ahí que nosotros sólo somos unos simples aparceros de sus tierras, que estamos muertos de hambre y que su hijo y hermano, el señorito, se distrae y regodea con la Rosa. Y añaden con desdén: “sí, esa pordiosera, la hija del Andrés y la Manuela”. Manifiestan que tú, nuestra Rosa, eres mona y agraciada y dicen que, como manjar para el niño, eres como flor elegida por abeja. Y nada más, pues esas brujas presumidas indican con desprecio que eres pueblerina, desventurada, pobre e iletrada y que la verdadera novia reservada para el joven es capitalina, de altos vuelos y copete, de progenie e hidalguía, de linaje, de mansiones y fortuna. Y siendo cierto que eres bella y hermosa, tales condiciones a tu padre y a mí nos preocupan. Pensamos que el destino contigo fue un tanto inoportuno. Naciste con dones de princesa, cuando sólo habrías de ser mera y fútil aldeana. Tu frescura, belleza y donosura resultan tentadoras y tuviste la desventura de que ese rico y caprichoso mozuelo pusiera sus ojos en tu cara.
Manuela se mesa los cabellos, hace un inciso, besa a su Rosa y con voz dolorida y quejumbrosa dice llorosa:
-Una vez más te lo suplico. Debes olvidarlo, caminar a nuestro lado y esperar tranquila a que llegue lo que anida en tus entrañas. Tu padre trabajará lo necesario y todos velaremos al ser que pronto nacerá.
El perro en el corral lanza un ladrido y el burro desde la cuadra rebuzna reclamando la cebada.
Andrés, taciturno y abatido, rememora las palabras de su Manuela y de su Rosa, deja en el suelo el manojo de esparto y la soguilla y se levanta. Rebusca para el perro unos mendrugos de pan enmohecido que acopia en un morral y descuelga, de una escarpia, el cesto que guarda el pienso de las bestias.
-Apura, Manuela, -dice el labriego.- Nuestra Rosa debe estar fuerte y ha de alimentarse. Prepara ese puchero, que es hora anochecida y habrá que cenar y descansar. Atiendo a los animales y vuelvo al momento.
Antes de bajar las escaleras que conducen al corral, Andrés lanza un exabrupto y una frase concisa y lapidaria:
-Lo mato. A ese señoritingo lo desnuco. Si no cumple y restituye el honor de mi Rosa, juro que con estas manos lo estrangulo.
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Andrés es rudo, fuerte y noble. Trabaja mucho y gana poco. Está nervioso y se preocupa por el acontecer de su familia. Se obsesiona y trata de sacar la casa adelante con la necesaria dignidad. Por las noches tiene pesadillas y le cuesta conciliar el sueño. Esa noche sueña con su hija Rosa. Medio adormilado, cree oír una voz doliente y un gemido. A Andrés, en su ensoñación, le parece oír a su Manuela.
-Andrés, -dice la esposa- ¿qué haces? ¿Te has vuelto loco? Me ahogo. Quita esas manos. Me estás haciendo daño.
El hombre asustado, tenso y sudoroso no sabe lo que pasa. Da un brinco, salta de la cama y abre la ventana. Con pasos zigzagueantes camina aletargado, semidormido, sonámbulo.
-Manuela, ¿qué está pasando? ¿Por qué gritas? Me has asustado. ¿Y mi Rosa?, ¿qué pasa con nuestra hija?, ¿dónde está nuestra Rosita?
Ella se recuesta en la cama y con delicada y emocionada voz trata de calmarlo.
-Por Dios, Andrés, vuelve a mi lado. Ven, abrázame y calma tus temores.
Manuela calla un instante, lanza un suspiro y con palabra tierna y mimosa continúa:
-Andrés, pon tus manos en mi vientre, palpa y presta atención al ajetreo de tu hija. Notarás su pataleo, su vida, sus ganas de conocerte. Pronto la abrazarás y acunarás pues ya está a punto de salir. Fue engendrada hace casi nueve meses. Debió ser el mismo día de la boda. Y claro que sí, Andrés. De nombre le pondremos Rosa. Nuestra hija se llamará Rosa, lo mismo que tu madre. Pero ahora aquiétate, duerme y descansa y mañana me cuentas qué es lo que soñaste. Presiento que tu sueño fue desagradable. Duerme, querido Andrés. Duerme y sosiega.
Andrés acaricia el abultado vientre de Manuela y de su labios se desprenden besos que pone en su cuello con ternura y con amor.
-Durmamos, pues, Manuela, que no está amanecido, que aún brillan las estrellas en el cielo y todavía no cantó el gallo del corral. Sólo una cosa mujer. Dime, ¿te hice mucho daño en la garganta?
Ella, con un leve susurro, le responde:
-Calla y duerme, Andrés. Calla y duerme, esposo mío.
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