Sentencia de muerte…(en rojo)
…Con el alma en los labios,
a Orillas de la chimenea…
pensando en Amores eternos.
Las palabras parecían congelarse al salir de sus labios, sus ojos no le veían, recorrían lentamente el camino zigzageante de las gotas por el ventanal. Afuera, el frío bailaba con las luces de neón titilantes del café esquinero. Una niña con boina grana dejó caer su muñeca en el charco, como si se tratase del otoño, de ese otoño que él no había visto más que en tv.
Él no supo qué decirle, se limitó a perderse en el interminable mar de su voz, como otras veces, como cuando el poeta aquel hablaba por su boca de la llama apasionada de un amor ya extinguido o cuando el susurro era ritmo a orillas de una chimenea o mirada que espía por encima de un hombro lo escrito. Pero esta vez el rito paró y el poema calló en medio del verso casi sin que pudiera notarlo.
Ella había terminado y por una vez sus ojos le miraron, hundido en el sillón, sin escucharla, con la ceniza a punto de caer del cigarrillo, y parecían esperar una respuesta, un comentario de su parte un sonido; pero no sabía qué decir, la miraba y, a pesar de estar hablando, estaba como ausente, como perdida en las gotas, en los charcos, en las luces.
Alcanzó a descifrar un… -¿tienes algo que decir?- por detrás de los dientes blancos y su cubierta carmesí opacada por el humo.
-No- dijo, sin convicción, mientras mil súplicas pugnaban por colarse hacia afuera, por retenerla.
-Entonces me voy, solo saqué mi ropa… lo demás te lo dejo…
Después todo dio vueltas y solo escuchó el sonido melódico de los tacones rojos sobre las tablas del piso y el golpe agonizante de la puerta al cerrarse. Levantó una mano temblorosa hacia la mejilla y al separarla vio impregnado en sus dedos el carmín de su sentencia de muerte.
Con el debido perdón al poeta Medardo A. Silva y al maestro Sabina
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