Mi camaleón se llama alberto. Mi madre dice que si no tomo la sopa me pondré tan feo como alberto, pero yo no me la tomo porque alberto no es para nada feo. Mi camaleón me cuenta cosas de la vida que a veces no entiendo, y dice: –hijo, sólo tienes seis años, qué quieres saber del mundo si ya tienes lo necesario, puedes comer, cagar y dormir plácidamente–. alberto usa palabras fuertes, yo le digo que Dios se va a enojar mucho y él se enoja más preguntándome de dónde cuernos saco a ese Dios que tanto presumo.
La muerte, dice mi alberto, es una meretriz de mal gusto que llega justo cuando empezabas a entender la vida; además dice que cuando venga por él, se camuflará como sólo él y sus hermanos camaleones saben hacerlo.
También se alista en su mimetismo para protegerse del opresor. Yo no sé qué significa opresor, pero alberto dice que es muy jodido explicarlo sin palabrotas, y luego se queda callado.
Esta mañana alberto decía que el mundo estaba condenado a desaparecer tras su grandeza, dice que los humanos nos inflamos tanto que vamos a reventar de llenos, o de tristes, o de locos, o de lo que sea, pero tras el estallido va a quedar la misma mierda... mi mamá se acuesta con señores por dinero, mi papá, que es policía, saca a los malos de la cárcel a escondidas, y también le dan mucho dinero. Yo no sé para qué tanto billete si pelean todo el tiempo, y se dicen cosas que no mensiona ni mi querido alberto.
Mi camaleón me espera en este momento, dice que la vida es una mierda y la realidad una pesadilla. Quiere que escriba prosas y dibuje paisajes y me muera viejo pero de locura, en fin, aún no entiendo, y él sabe que no entiendo. Pero por ahora me enseñará a hacerme invisible, como los camaleones, frente al espejo. |