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Los compañeros de oficina no podíamos dar crédito a lo que veíamos y, mucho menos, a lo que escuchábamos. Aunque conocíamos las pocas pulgas de don Braulio, director, dueño y autócrata de la editorial donde trabajábamos, nunca las habíamos visto en forma tan violenta. Felipe estaba siendo sometido a una verdadera golpiza verbal cuyo origen de momento se nos escapó.

—¡Es usted un verdadero pendejo! —le decía don Braulio, hablándole de usted con todo respeto—. ¡Tengo media hora esperando esas copias y usted no puede sacarlas!

Los demás intercambiamos miradas, sin saber si sería oportuno intervenir en aquella reprimenda. Y es que conforme las palabras le caían encima a Felipe, éste se iba doblando bajo su peso y esa misma sumisión parecía renovar la furia de don Braulio, que a cada respiración redoblaba sus embates.

Finalmente, sin haber dicho palabra, Felipe se retiró a su rincón cuando don Braulio agotó todos los insultos de su repertorio y, además, tuvo las dichosas copias en la mano.

Felipe y yo acostumbrábamos ir a comer a una fonda cerca de la oficina y, ese día, aproveché la ocasión para comentarle lo injusto que me parecía el encono que le tenía nuestro jefe, pero sobre todo, lo incomprensible que me resultaba que él jamás dijera nada en su defensa.

—No podría— me dijo no sin cierta tristeza—. No podría hacer nada sin provocar una desgracia. Mejor así dejo las cosas…

—Pero es que no es posible que te dejes humillar así; se me hace indigno que le aguantes esas cosas a don Braulio. ¿Por qué no le explicaste que le tuviste que cambiar el tóner a la copiadora?

—No entiendes…

Por un momento dejó el tenedor sobre el plato y se quedó contemplándolo, ensimismado, como hundido en unos recuerdos añejos y polvosos. Los gestos de su cara indicaban que libraba una lucha interna, como desgarrado por dos fuerzas contradictorias. Finalmente, tomando una fuerte respiración, levantó la mirada y me dijo:

—Mira, te voy a contar algo que quizá te explique porqué tengo miedo de la violencia; porqué no reacciono como ustedes esperarían que lo hiciera. Por supuesto, que esto quede entre nosotros. Te voy a pedir la más completa discreción.

Fue entonces cuando me relató su historia.

"Yo soy de Tacámbaro, de allá de Michoacán. Tenía 22 años —ahora tengo 55, así que imagínate de cuándo te estoy hablando— cuando conocí a Alma. Ella y su hermano Ramiro habían llegado al pueblo poco antes, después de la muerte de sus padres, para vivir con los padrinos de ella, que eran amigos de mis papás. Así fue como yo la conocí, en una fiesta en casa de los Contreras. No te puedes imaginar lo hermosa que era y, por supuesto, medio pueblo anduvo detrás de ella. Pero entre el luto por sus padres, lo estricto que era su padrino y, claro, lo recatada que era ella, pues ya para entonces todos habían perdido las esperanzas de conquistarla.

"Pero yo no. Y en aquella fiesta, con lo mucho que me gustaba y medio animado por unas copas que me había tomado, pues la saqué a bailar y ella aceptó. Antes de irme, a medianoche, yo ya había hablado con su padrino y le había pedido permiso para visitarla en su casa. Yo era hijo de uno de sus mejores amigos, como te decía, él me conocía bien por trabajador y responsable, así que me dijo que no había inconveniente. Eso fue el sábado y ya el domingo en la mañana pasé a su casa para acompañarla a misa.

"A partir de entonces nos veíamos todos los fines de semana: el sábado en la tarde y después el domingo, en la iglesia y luego sus padrinos me invitaban a comer en su casa. En la tarde nos íbamos a pasear a la plaza, acompañados de la madrina, claro. Entre semana rara vez nos veíamos, pues yo trabajaba todo el día en el banco, donde era el contador, y siempre salía muy tarde, como a las 8 o 9 de la noche, cuando ya no eran horas de visita. Así pasaron varios meses.

"Hasta que llegó el 16 de septiembre, día feriado en el banco. Por la mañana yo había acompañado a mi padre a unos negocios con gente fuera del pueblo, pero ya había quedado con Alma que iba a comer con ella. Así que después de dejar a mi papá en su tienda, me fui a casa de los Contreras.

"El padrino no estaba y doña Lucinda fue quien me recibió. Estábamos los tres en la sala cuando llegó Ramiro, el hermano, ahogado de borracho. Por los comentarios de la madrina, entendí que se había pasado toda la noche festejando el grito y apenas llegaba a dormir. Además, me di cuenta de que no era la primera vez que pasaba algo así, ni mucho menos. Iba diciendo no sé que cosas, no se le entendía nada de lo borracho que venía; subió las escaleras, todavía recitando una sarta de barbaridades, y supusimos que se iría a acostar a su cuarto.

"Poco después, doña Lucinda tuvo que salir, y le pidió a Alma que le subiera un te a su hermano, para que se durmiera, pues hasta la sala nos llegaba el rumor de sus incoherencias.

"Subió, pues, Alma con la charola en las manos y yo me quedé abajo, solo. No había nadie más en aquella casa que, a fuerza de visitarla desde niño, me parecía tan familiar como la mía. Y quizá llegara a ser mía, efectivamente. Los Contreras no tenían hijos y a su muerte lógicamente Alma sería la heredera. Si yo me casaba con ella, como ya para entonces estaba pensando, aunque Alma no quería hablar mucho del tema, quizá hasta acabaría viviendo allí. Claro, eso si Ramiro no se interponía. Él era muy raro, muy huraño y se la pasaba en los potreros del padrino, con los caballos que parecían ser su único interés en esta vida.

"Un ruido me sacó de mis cavilaciones, como de vidrios rotos, y antes de que reconociera el de la charola al caer al piso, oí los gritos de Alma, entremezclados con los de Ramiro. Al ir subiendo la escalera me detuvo un grito seco, agudo, y un ruido obtuso. La recámara tenía la puerta abierta y desde el último escalón pude ver todo el cuadro: Ramiro tendido en el piso, en medio de un charco de sangre, las manos aún crispadas sobre el pecho, los ojos desorbitados pero ya con la turbiedad de la muerte. Y Alma, parada a un lado, con unas tijeras ensangrentadas en las manos, la mirada fija en el cuerpo de quien fuera su hermano, al que acababa de matar. La charola, la jarra y la taza estaban también en el suelo, mezclándose el te con la sangre que no dejaba de salir del pecho de Ramiro.

"Unas cuantas palabras de Alma bastaron para que comprendiera toda la situación. Aunque no era frecuente, cuando Ramiro se emborrachaba trataba de abusar de Alma. La primera vez que logró violarla, la amenazó para que no les dijera nada a sus padrinos. Eso había ocurrido hacía más de un año, y desde entonces, en seis o siete ocasiones más, aprovechando cuando se quedaban solos en la casa. Entendí entonces las reticencias de Alma para hablar de nuestra boda: de inmediato se descubriría un secreto que hasta ahora no había tenido el valor de confesarme, pero que ahora había quedado al descubierto.

"Yo no podía permitir que Alma fuera a la cárcel, y menos en medio de un escándalo así. Imagínate lo que era aquel pueblo hace más de treinta años. Ella no lo hubiera soportado. Así que decidí cargar con la culpa y salí huyendo.

"Me fui a San Luis, donde tenía un tío en un seminario. Ahí estuve varios años, pero me salí antes de tomar los votos. Y me vine aquí a México, donde entré en un periódico y más o menos pude rehacer mi vida. Me casé con una compañera del trabajo, que se mató años después, en el avión aquel de periodistas que se cayó en la gira de la campaña presidencial, ¿te acuerdas? Me dejó una hija, que ahora es mi única ilusión de vivir. Me salí del periódico para tener más tiempo de estar con ella y entré aquí en la editorial. Ésa es la historia de mi vida."

Tanta tragedia me dejó abrumada pero, de pronto, caí en la cuenta de que no veía la relación de su historia con el hecho de que se dejara humillar por don Braulio.

—¿No la ves? — me respondió—. Yo soy muy violento y, si la furia me llega a cegar, soy capaz de matar, como maté a Ramiro. No quiero que vuelva a suceder, por eso prefiero aguantarme.

—Pero... ¡pero si tú no lo mataste!

—Si no lo maté yo, ¿quién? Ya te dije que estábamos solos en la casa. Y Alma hubiera sido incapaz. No, lo maté yo. Lo maté porque discutimos acerca de la boda de Alma; Ramiro no quería que yo me casara con ella, decía que yo era un pobre diablo. Entonces me enfurecí y le clavé las tijeras del costurero de doña Lucinda.

Dio un último sorbo a su café y aplastó meticulosamente el cigarro en el cenicero, preparándose para regresar a la oficina.

—Mira— continuó—, he vivido más de treinta años con esa historia. Ésa fue la versión que corrió en el pueblo. Y qué mejor; yo no hubiera permitido que Alma quedara deshonrada de ese modo. Ella nunca se casó. Después de que murieron sus padrinos, se quedó sola en la casa y, según entiendo, vive de rentar cuartos. ¿Ya nos vamos?




Texto agregado el 02-10-2006, y leído por 137 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
02-10-2006 hoy he leido: eoss relatos que son difîciles de leer: el dos de octubre de cada mes: me gusto: vexaida
 
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