Al despertar, temprano como todas las mañanas, observó el sol levantándose sobre el horizonte, llenando de luz toda la alcoba, inundando de paz el recinto entero. Bajó, preparó el desayuno y se sentó a disfrutar de aquel manjar. Luego salió, descalzo, hacia el patio trasero de la casa, aquel a la orilla del lago, donde podía sentir el frío de la grama rozar sus pies, colarse entre sus dedos, con el rocío vivo de la madrugada.
El lago siempre lo maravilló. No se cansaba nunca de mirar aquel reflejo del cielo anaranjado, con matices rosa, y ese gran sol saludando desde lejos, y es que quién se cansaría? Se acostó bajo el viejo guayacán amarillo, florecido en esta época del año, a observar las aves, con una copa de vino tinto a su lado, por cuestiones de salud, claro está.
Pasado un rato despertaron los niños. Felipe y Tobías corrieron a abrazarlo. Luego jugaron un rato con la pelota, y finalmente nadaron un rato en el lago, los tres, y todo era perfecto. ¿Su madre? Había muerto hacía algún tiempo ya. Después de juguetear un rato, entró a preparar el almuerzo. Afuera se escuchaban las risas de Felipe y Tobías, y es que la alegría de esos niños nunca terminaba. Felipe quería ser futbolista, y Tobías, un gran doctor; al menos en la mente de su padre así era.
Cuando estuvo listo el almuerzo les llamó, y ellos corrieron a acompañarle. Se sentaron los tres y degustaron un delicioso banquete. Todo era perfecto.
Terminado el almuerzo se acostaron en la hamaca, los tres, un pequeño a cada lado de su padre, como dos pequeños ángeles de la guarda. Todo era perfecto. De pronto, un ruido interrumpió su sueño, aquel placentero sueño en la hamaca de su cabaña, abrazado a sus dos pequeños hijos; luego, se oyó una voz: “setenta y ocho nueve cinco, despierte!”, y entonces todo se desvaneció, y apareció allí ante sus ojos la vieja celda, sucia, pequeña, sin ventanas por donde ver el sol, y pensó: “Perfecta. Así sería mi vida si el maldito de Rocky no hubiese desenterrado su cadáver”.
...Sus hijos jamás le visitaron.
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