El hastío llenaba mi alma; malamente y con desgano, ordené un poco mi cabello y salí en busca de un lugar barato para almorzar.
Caminé sólo unas pocas cuadras y frente a la altura del 3300 de la avenida Irarrázabal, encontré un restaurante que rezaba en una pizarra de la puerta: “Colaciones”… entré sin pensarlo mucho y me senté en una mesita pequeña cerca del ventanal.
El garzón tomó la orden y mientras esperaba veía a la gente pasar, algunos presurosos, ensimismados en sus asuntos, otros lentamente, casi paseando, en forma despreocupada, dejando pasar las horas y sin prestar atención, al tráfico que llenaba de ruidos aquel lugar.
Noté que algunos se inclinaban a dejar alguna moneda en una caja pequeña que tenía una viejecita sentada en el suelo, que se cubría con un paraguas negro, a modo de quitasol; vestía sucias ropas también negras y parecía inválida pues no se movía, sólo sus manos lo hacían al sonido de las monedas que tomaba y guardaba celosamente en otra caja escondida entre sus harapos.
Algunos pasaban sin verla y otros parecían no mirar, pero lo hacían y seguían su camino. Otros pasaban, para luego volver y dejar su moneda a la viejita, a quien no le veía la cara, pero podía imaginar su incomodidad, allí sentada en el suelo.
Por algunos minutos, pensé en ella, en su pasado, en su vida… ¿tendría hijos?... ¿dónde estarían?... mis pensamientos fueron interrumpidos por el garzón que traía mi pedido y me dispuse a tomar el alimento que se me presentaba y que poco disfruté pensando en la señora de la calle.
Seguía viéndola y a los transeúntes que pasaban a su lado, sus rostros me hablaban, la señora con los niños que pasó y se tuvo que devolver a instancias de uno de sus hijos que insistió en dejar algo a la viejita. La carita de aquel niño, al dejar su donación, reflejaba en pleno un corazón no contaminado por la vida, su ternura y su alegría de dar. Algunos al agacharse, le decían algo, yo sólo veía su mano, tomando la moneda para guardarla en la otra caja. Otros al pasar, mostraban una mirada airosa y crítica antes de seguir su camino que me hacía pensar en la frialdad de aquellos ojos y el hielo de su corazón.
Al salir, dudé un poco, pero me acerqué y agachándome, dejé un billete en la caja, lo que me permitió ver el rostro de aquella mujer; me encontré con su dura e impávida mirada que ni siquiera respondió a mi pregunta si necesitaba algo más.
Me puse de pié y lentamente, sin dejar de mirarla, comencé a caminar… mi mente en blanco, por la impresión de aquel rostro casi sin expresión, sólo la dureza de esa mirada, su ajada y sucia piel y esas ropas que parecía llevar puestas desde hace mucho tiempo.
En ese momento, fui interrumpida por un joven de aproximádamente unos 30 años que me dijo: “No sienta lástima, seguro gana más que usted y yo juntos”. No supe qué responder en ese instante y él siguió… viene cada día, con sol o con lluvia y he sumado las monedas en alguna oportunidad, he sacado cuentas, creo que vive mejor que cualquiera de los que le regalan su dinero, se aprovecha de los sentimientos de las personas… la expresión del joven era fría y denotaba un cierto grado de molestia.
Sin pensar mucho, le respondí: “pero a ella, le falta algo, y ni con mi jubilación miserable, ni usted con su sueldo pequeño, hemos perdido… LA DIGNIDAD”.
El joven, me miró, entre interrogante y sorprendido, la expresión de su rostro cambió y por algunos segundos, me pareció ver en él un dejo de tristeza, luego asombro y determinación, puso su mano en el bolsillo, me dio las gracias varias veces y deseándome un buen día, retrocedió hasta donde estaba la viejecita para poner una moneda en la caja.
Lo vi seguir su camino, muy erguido, mirando al frente y caminando con paso firme.
Pilef ©
30-09-06
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