Adolfo
Mi amigo, nació por el año cuarenta; su padre, desconocedor de la vida fuera del país, pero lector de prensa diaria, pensaba que el nacional socialismo era la solución a los problemas. Así que adoptó esa ideología, pero, a decir verdad, sólo era algo visceral, llevado seguramente por los éxitos de Adolfo allá en Europa.
Nació un segundo hijo varón y fue bautizado como Adolfo Segundo, no porque lo viese como un segundo Furer, sino que era su segundo hijo. Adolfo creció y, ya grande supo que ese Adolfo europeo había sido derrotado y aún se indignaba con los crímenes cometidos por las tropas nazis. Decía que tenía un tío lejano de nombre Adolfo ya que le avergonzaba la realidad, o sea, que su papá le nombró con ese nombre en honor al derrotado Adolfo.
Como la mayoría de los hombres del desierto chileno se hizo minero y viajó a la pampa; trabajó en varias oficinas salitreras, eran las últimas que quedaban en pie. Iban cerrando una a una, él, iba emigrando, de una a otra: María Elena, Pedro de Valdivia o la Alemania, Alanza o Victoria. Cuando ya no hubo trabajo en la superficie del desierto, se hizo minero de profundidades, vino más al sur: Ovalle, Cabildo, Coquimbo, Petorca o Copiapó. Trabajó de Barretero, explosivista, no le hizo el quite a ser pirquinero, subió con el capacho al hombro cargado de mineral, no importaba si la chimenea de la mina tuviese diez o treinta metros de profundidad. Fuerza tenía para subir la escalera con el mineral, la mayor de las veces de baja ley, aprendió a conocer los cerros y sus piedras. Se hizo catador, como la mayoría de ellos, siguiendo la quimera de encontrar la veta que los haga millonarios, pero la veta, al igual que los entierros en los campos, nunca se le presenta al pobre.
Cuando se trabaja en el cerro no abunda el agua. Allí en el campamento minero hay que cuidarla como pepitas de oro, así que, el agua está disponible, sólo para beber, cocinar y medio lavarse los ojos, más de eso, un crimen; el olor a cuerpo sudado es de todos y con el paso del tiempo logran soportarse. Comparten una casucha de latas de zinc (zingue en el vocabulario coloquial), maderas y ramas de los pocos arbustos que crecen en el sector. Esta rancha es usada como dormitorio, cocina y comedor; al lado de afuera de la ruca se establece el lugar de acopio. Los viernes bajan al pueblo, se dan un baño, se beben todo el vino disponible y el lunes nuevamente subir al cerro.
Adolfo, se fue acostumbrando a contar con poca agua, en su casa lo mismo, su mujer se cansó de decirle que se bañara. Él, incólume, siempre con su máxima a flor de boca, “los obreros somos hediondos, sudamos todo el día”. Pero, la constancia de su mujer era mayor, al final se bañaba, y una vez a la semana soportaba el agua en su cuerpo. Su cabeza, lo principal, la protegía de todo, incluso del agua. Pocos se percataron que ya no se la lavaba, siempre con su gorro encasquetado, pasó un mes y al mes siguieron otros meses. Y fue juntando años sin que a su cabeza le cayese una gota de agua.
Con el trabajo en las minas sus pulmones se resintieron, entró en ellos la mil veces maldita Sílice y comenzaron a secarse. Casi no tenía trabajo, a veces lograba hacer alguna peguita pero duraba poco tiempo. Si antes subía muchas veces la chimenea de la mina cargado con sesenta o más kilos en la espalda y con escala vertical, ahora poca fuerza le permitían realizar sus pulmones, sufría al sentirse poco útil. Presentó sus papeles y pulmones al médico, los papeles decían que en muchos años tenía muchas lagunas, por lo qué poco dinero tenía en caja, y sus pulmones decían que ya no podría trabajar en las faenas mineras ni pesadas y, a los cuarenta y cinco fue pensionado por invalidez, teniendo acceso a media pensión. Caminaba cinco minutos y tenía que descansar. Se había casado joven, con una bella antofagastina. Siete años menor. El calor del día en el norte hace que la sangre hierva y los deseos de la carne se incentiven. Adolfo rendía poco en el amor, pero, su mujer se había acostumbrado a tenerlo en casa un par de días por mes y se hizo a la idea de contar con marido una o dos veces en el mes, a pesar que sus necesidades eran mayores que esas dos veces.
Su vida como la de muchos era simple, aprendió un oficio: se hizo zapatero remendón, se sentaba en la puerta de su casa, con la pata de fierro fundido de tres partes, una para los tacos y las otras, de dos medidas diferentes, para zapato chico y grande. Tachuelas, estaquillas, suelas, tacos sobre una pequeña mesita de trabajo que se construyó el mismo con sus dotes de carpintero, ya que más de alguna vez trabajó de enmaderador de minas. Miraba a las vecinas, coqueteaba con ellas. ¿Y qué se ancacha vecino si usted ya ni sopla? Y claro, todos sabían que era una de los tantos condenados, varias mujeres tenían el mismo problema con sus hombres.
En las tardes, se iba a la cantina, allí en la mesa bebía hasta tarde. A veces se regresaba borracho otras sano, cada día el tema de conversa, además de lo que ocurría en el país y el mundo, era el cabello de Adolfo. ¿Cuándo te lo vas a lavar Olfo? Y el Adolfo siempre dándole largas a los amigos. Y para qué, si me lo lavo se va a ensuciar de nuevo. Argumentos nunca le faltaron en esas disputas verbales.
Cada día llegaba a su taller alguien que necesitaba reparar su calzado, en aquellos años, el calzado era caro y no alcanzaba para más de un par al año y eso sí el trabajo estaba bueno. Cada año debía renovar el calzado de sus dos hijos, un linda pareja. Pero, regresando a lo que decía, cada día alguien llegaba por un taco suelto, una tapilla para el zapato de taco alto de la rubia Andrea, la que era angelical, con una cinturita y unas caderas qué ¡madre mía! hacían tiritar al Adolfo, bueno y a mi también, para qué negarlo, pero, era la mujer de un amigo, así que se trataba de cumplir el mandamiento bíblico: “no desearás la mujer de tu vecino” y más aún en pueblo minero; que si se llegaba a enterar algún marido, la bronca podía ser una pelea en plena calle o algún día en cualquier pique, puede que un tiro hiciera explosión sin saber por qué y eso sólo por mirarle la mujer al otro, uno puede quedar bajo un par de toneladas de tierra y piedras.
El caso que su nuevo oficio más la media pensión le alcanzaba para la comida de la casa, el estudio de los niños y su vicio: ir a la cantina cada tarde y ponerse con una o dos botellas de tinto.
Adolfo (Olfo para sus amigos), el Hugo (Chuflay), el Osvaldo (Pichuncho), eran compadres. Le decían Chuflay ya que sólo bebía ese brebaje: papaya con aguardiente y Pichuncho, lo mismo, sólo pisco con martíni. Algunos otros amigos se aparecían en las tardes en el bar “El ancla”, todos en la misma mesa compartiendo la amistad de años. Cuando alguien hacía una buena broma, la risa era general, risa y ronquidos, los últimos, el coro de los que como el Olfo habían adquirido a bajo precio la Silicosis. Han de saber que el alma minera está cargada de sentimientos tristes y trágicos, se había hecho un hábito en la cantina cruzar apuestas por el tiempo que le restaba de vida a los silicosos “Unos se mueren en la casa, otros en el pique, compadre, nadie tiene la vida comprada, ” era la frase con que Adolfo respondía a las apuestas y si estaba de buena, también apostaba.
Esa tarde pasó un hombre vendiendo mil cosas. Adolfo le compró una baraja nueva, naipe español, lo abrió y comenzó a barajar las cartas, lo hacía con precisión, maestría adquirida en los descansos en el ruco del cerro; era un campeón en el juego de la escoba, a pocos se les ocurría apostar con él. Hacía ya un par de años que no perdía ninguna, pero, esa tarde dijo:
—¿Jugamos una manito de escoba?
—Yo afianzo a mi compadre Olfo – era el Chuflay.
—Usted compadre es muy re bandido, sabe que nadie le ha ganado en los últimos años, pero si alguien de los presentes me acompaña le juego. – su compadre Pichuncho armó pareja con Esteban, de unos treinta años, era buena tela el hombre.
—Si, pero, compadrito Olfo, hay que apostar algo.
—¿Y, en qué topamos ganchito? Unas dos corridas de vino para la mesa.
—Ya poh, pero, no, yo además para que tenga emoción, le apuesto la lavada del pelo aquí en la cantina.
MI compadre Adolfo aceptó, y tal como dice el refrán: “no hay mal que dure mil años, ni apuesta que no se pague”, esa tarde mi compadre Olfo y el Chuflay perdieron la apuesta.
Esteban y el Pichuncho, mandaron a comprar dos Shampoo Ballerina y pidieron al dueño del bar que calentara harta agua, porque dijeron que, con aguita tibia saldría mejor la tierra acumulada.
Se hizo una rueda en medio de las mesas, y se trajo un gran lavatorio, se dejó el agua a buena temperatura, Adolfo se quitó camisa y camiseta. Dijeron que la primera mojada fuese con agua pura y se hizo; salió café el agua, no en vano eran diez años sin lavado.
Fue un espectáculo, se corrió la voz y muchos de los que estaban en sus casas a esa hora fueron a mirar. El dueño del bar participaba activamente también, la primera vez que colocaron shampoo al cabello se cortó, el agua salió negra, luego fue cambiando de color, cada vez más clara, hasta que vieron que no quedaba ni el más pequeño grano de tierra se dio por acabado el pago de la apuesta.
Más tarde todos marcharon a sus casas, se sentía raro Adolfo con su cabello limpio. Pero, al día siguiente no abrió su taller y en la tarde no se le vio en la cantina.
A las tres y diez de la madrugada la población fue despertada por el sonido de la sirena de la ambulancia que se detuvo en la casa de Adolfo. Se lo llevaron al hospital con máscara de oxigeno, cosa no extraña en gente con asma o su mal; su mujer fue con él, estuvo todo el día acompañándolo al lado de su cama.
A media mañana del segundo día regresó la mujer empapada en lágrimas. Esperó a que llegasen sus dos hijos, se vistió de negro, puso un par de telegramas a su familia y a la del marido y a eso de las tres de la tarde, partió con un par de amigas a la funeraria y al hospital a retirar el cuerpo de su Adolfo. El informe médico decía que había sido una fuerte pulmonía causada por el cambio de estado de su cabeza.
Curiche
Septiembre 2006
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