El cansancio de leerle a usted se convierte en el temor mutante que persigue en ocasiones a mi mente. En la estrellada que generan algunos de sus textos al ser leídos, muchos se soban su desilusión y con el ardor que aún tienen se levantan. Otros más construyen fortalezas en su orgullo, en su debilidad o en su tristeza e ignoran cada letra escrita.
Unos pocos, como yo, hemos decidido entregarnos a la flojera asesina del desánimo, la cual sólo me deja ojearle; no me deja leerle realmente. Las líneas son agotadoras, las voces son aburridas, el silencio es aliviador y entre menos tenga que mantener mi atención sobre sus palabras escritas o dichas pues más brillo verá en mis ojos, más felicidad. Mi confesión, un poco parca y sin fuerza frente a su pasión por expresarme algo que ahora no me importa, se ha convertido en mi lenguaje expiatorio frente a mis irresponsables posiciones. Yo me puedo quedar mirándole para demostrarle atención, puedo tratar de sostener en el hastío mudo mi buena intención de poner cuidado a sus escritos, pero nada se llevará de mi vida.
Y eso es lo que extraño. El que usted logre arrebatarme así sea con una sola cosa un tiempo de mi existencia y la trascienda, no por venderme su pensamiento o por expresarme lo que usted desea con belleza o con impacto sino por ser quien logre esquivar mis dardos incomunicantes, mi indiferencia endeble.
De cualquier forma, quiero comentarle que no todo lo escrito y hablado ha pasado desapercibido. Algo, por más insignificante que sea ha quedado en mi cabello, ahora corto, tratando de halarse de cada hebra para llegar más cerca de mi cerebro, o de mis ojos para infiltrarse en mi interior. He tenido tan cerca sus expresiones que me ha recordado tiempos en los que mis metáforas querían decir algo de manera indescifrable. Los textos míos, creyéndose inteligentes, quisieron hacerse interesantes, querían aplausos no precisamente ruidosos sino gestuales en los rostros de los lectores. Cuando le leí comprendí lo que varios compañeros quisieron mostrarme con sus críticas; son bellas esas extraviantes metáforas, pero más contundentes son las palabras aterrizadas en su horizonte, de modo que las letras sean tangibles.
El asunto es que me aburrí de leerle porque perdí pasión. Puede que sea malísimo estar así, pero es así como he hallado estados medios en donde puedo no perder sensibilidad y a la vez estoy dejando de ser tan inalcanzable en mi voz y en mi escritura. Allí quiero llevarlo a usted compañero escritor.
Puede que no quiera tomar conmigo esta invitación porque esté resentido y en su silencio prefiera también tomar la actitud fría y floja que tengo, tuve y quizás tendré con usted. De cualquier manera, déjeme invitarle un café.
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