El ascensor.
Entré en el ascensor, pulsé el botón de la segunda planta. Me limpiaba el sudor en un gesto que quería llevarse con aquellas gotas todo el cansancio, toda la tensión de las horas que llevaba en el quirófano.
Entonces, justo antes de que se cerrara la puerta alguien aceleró el paso para entrar y yo bajé la mano para hacer que ésta volviera a abrirse antes de limpiarme en el pantalón verde el sudor que acababa de quitarme de los ojos cerrados mientras suspiraba. Su mano había hecho el mismo camino y fue en ella en la que finalmente quedó mi sudor cuando chocaron.
Sonreímos, la puerta se abrió y él pasó. Nos quedamos mirando un momento en silencio, en el silencio de aquella sonrisa suya. El ascensor comenzó a ascender y tuve una sensación de ingravidez, de ligereza que antes jamás había tenido. Sentí que yo era sólo aire, luz toda.
No recuerdo si dijo “hola” o ni siquiera eso. No podía apartar los ojos de aquella mirada, de aquella sonrisa que me hacía sentir transparente. Tenía la sensación de que aquellos ojos lo sabían todo de mí: mis pensamientos, mi pasado, mi futuro. Sentía mis sentimientos desnudos ante ellos.
-Quién eres- deseé preguntarle con todas mis fuerzas. Y sentí que percibía mi pregunta.
-Qué más da. Alguien que sintió la necesidad de subir al verte entrar en este ascensor, sin saber bien por qué- deseé que me respondiera de alguna forma aquella mirada.
Entonces, el ascensor se abrió y el sonido de la puerta hizo que el mundo volviera a entrar entre los dos.
Una voz: -Vamos, María, te estamos esperando –se interpuso definitivamente y me sacó de allí. Y yo me fui alejando hacia el final del pasillo, volviendo la cabeza de vez en cuando para volver a ver aquella sonrisa, aquella mirada que seguía allí, al fondo, dentro del ascensor que en aquel momento se cerró.
Se cerró en aquel momento el ascensor y vi por última vez su mirada, perpleja, interrogante, cansada, mientras me sentía descender, pesado; de vuelta al suelo, a la calle. Cuando una voz le puso nombre: -María –y me la arrebataba para siempre, tuve la certeza de saberlo todo sobre ella, de conocerla absolutamente, de que me era transparente.
Y noté que ella había visto dentro de mis ojos que entré en aquel ascensor sólo para verla, que sentí la necesidad de ver cómo terminaba ese gesto en el que se retiraba el sudor de su frente, cómo terminaba esa mirada casi cerrada hacia arriba, esa boca entreabierta, cómo caía finalmente esa mano que parecía hacerlo todo a cámara lenta.
Cuando interpuse mi mano hubiera querido detener con la puerta el tiempo. María, sólo conozco su nombre; pero el minuto que abrió y cerró este ascensor lo recordaré siempre.
Jesús Mejías.
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