Las virtudes cardinales
Se miró al espejo, estaba tan ajado que sólo había espacio para que dos esmeraldas le sostuvieran la mirada. Se acomodó el cabello sosteniéndolo con un broche y se mordió el labio para no llorar. Estaba harta de gemir a escondidas, de sentir pena, de añorar la casa, su cama sencilla pero tibia, su vida de pobre.
Se puso la pollera blanca que le habían entregado y un corpiño demasiado pequeño y deslucido y volvió al salón.
Allí estaban los de siempre: el comisario Funes, Dominguez, el farmacéutico, las mismas caras ansiosas y lascivas, y también estaban los otros, los que venían gozaban y no volvían más, los que venían de vez en cuando a saciar sus ansias.
Sintió una punzada de dolor, esa sensación que nacía en el pecho y se expandía hasta inundarla toda, ese estremecimiento de angustia desbordante. Para eclipsarlo se puso a bailar. Antes mientras bailaba se sentía feliz, libre. Antes todo era distinto.
Enseguida se acercó Pedro, un hijo de puta y golpeador. No sabía seducir, no tenía arte en la cama, no sabía nada de nada, pero gritaba y daba órdenes como si fuera alguien, como si tener dinero autorizara.
Pronto empezó a manotearla groseramente, a tocarle los pechos y escudriñar bajo la falda, a susurrarle indecencias apoyándose con descaro.
El viejo dio el visto bueno, como siempre, y los mandó a la parte de atrás. Con el pucho en la boca la acometió por la espalda y en tres empujones había acabado. Así era: eyaculador precoz y desalmado.
Marina se le acercó despacio y, como tantas veces, le pidió que se la llevara, a punta de pistola, como fuera, que la sacara y le devolviera la vida dejándola tirada por ahí.
Pedro rió con ironía, haciéndola sentir condenada para siempre.
Marina no pudo más, tomó el arma que Pedro lucía con indecencia y con un disparo certero se despidió.
Lo último que vio fue el cuadrito en la pared, desde allí se reían las cuatro virtudes cardinales. No sabía quién lo había colgado, ni para qué servían. No sabía mucho. Era tan joven.
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