Eduardo seguí aún pensando que lo ideal ante un reencuentro con un gilipollas de tamaña calaña como era Juan, sería dejarlo tirado y no asistir a ese café, allá por las cinco y media en el lugar que solían decir, cuando aún se soportaban ya jóvenes sin rencor, ya con ilusiones por subrogar.
El camino se le hizo intensamente corto, y ya en la entrada del café, comprobó reflejado en el reloj que le sobraban unos minutos. Ni se dignó a comprobar si Juan estaba ya en el café, se dio media vuelta y prestó educación a un heladero cercano, al otro lado de la plaza. Por respuesta, se despidió con un amable helado simple de vainilla y fresa, le encantaban. Sabía que ese frío empalagar no ayudaba en nada a que su talla de pantalones se viera reducida en uno o dos números, pero qué demonios, seguro que con ese café y, sobre todo, con ese cretino de Juan, vería en húmedo primer plano su resultado, de siempre el sudor adelgaza, concluyó entre lametones.
Con estas lamentaciones aún planeando sobre su cabeza, se fundieron los minutos. Y entró en el café.
Juan ya estaba al final, en la mesa más cercana a los servicios, con la silla libre, ni se esfuercen en adivinar, junto a éstos. Mal comienzo, pensó Eduardo, mientras Juan aspaventaba desesperadamente, en un absurdo reclamo de atención.
Eduardo esquivó algunas sillas, más clientes, taburetes e impecables mesas, y se sentó junto a Juan, junto a los servicios, con la mejor de sus sonrisas.
Dando la mano, Juan inició el martirio:
- Me alegra verte. Te vi fuera tomando un helado y, vaya, pensé que no entrarías.
- ¿Y por qué pensaste eso?
- No, por nada. La costumbre será.
- ¿Qué insinúas? –dijo alzando algo la voz, Eduardo-.
- Nada, nada. Te he pedido un café con leche, era eso lo que tomabas, ¿no?
- A esta hora, sí.
- Ja, claro. Bien, voy al servicio un momento.
- Sabes –dijo Eduardo antes de que Juan se levantara-, hace unos días leí en internet un texto ambientado en un bar, en un servicio; contaba –siguió Eduardo, ante la atención de Juan- lo mal que lo pasa un hombre cuando entra en un servicio. Gracioso y muy real, aunque ligero; me gustó. Te diré luego cómo lo encuentras en internet.
- Claro, en una servilleta o, espera, en el móvil mejor, pero el deber me llama, ahora vuelvo.
Juan se levantó y, tras un breve reconocimiento del exterior del servicio, pulsó la luz, de esas diáfanamente temporales, y se adentró en él.
No pasó ni un solo segundo, y Eduardo ya se sentaba en el lugar de Juan, algo más lejos de aquel olor, de aquellos olores.
Pasados unos segundos, Juan salió, ante el consentimiento visual de su antiguo amigo, que le reverenció con la cabeza, con ánimo de desviar su atención del hecho flagrante de usurpación de asiento, momento en el que le embargó una extraña sensación, pasajera al menos, de ridículo, quedando a merced del respetable, que miraba cómo él, intimidado por mirares y consentires, pulsaba el botón de la luz y se metía raudo en el servicio, de nuevo.
Y la puerta se cerró ante Eduardo. Situación que aprovechó para largarse de aquel sitio para siempre. Sin mirar atrás.
A minutos de distancia de Eduardo, Juan salió del servicio: ni rastro de un tal Eduardo. Sólo había depositada sobre la mesa, junto a los cafés, una servilleta.
Alzó la servilleta y, sonriéndose, dijo:
- Menudo hijo de puta.
En la nota, estaba la dirección de aquella anécdota que le contara Eduardo.
http://www.loscuentos.net/cuentos/local/doratar/24050/?nocache=1207128134
Pagando en la barra del bar, se fue a probarla.
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