Juan acabó entrando en el servicio del bar; ni los reparos derivados de una mala estética, ni la terrible combinatoria de colores rojo chillones y verde barítonos, impidieron a su vejiga que se hiciera con la palabra. Y, como todo estandarte universal del decoro atestigua, se excusó ante su acompañante cafetero y, tomando aire, uno nunca sabe el tamaño de la bofetada que, subrepticiamente, acecha tras la puerta, giró el pomo con la mano derecha, con la izquierda dio la luz, y con un movimiento, para nada resultante de la inercia, pensó, entró raudo. Siguiendo la luz.
Juan acabó saliendo del servicio del bar, no nos engañemos, y no pasa nada si les adelanto el final: aquí no muere nadie; sólo una sucesión nefasta de acontecimientos, empezando por la luz, esas de presión, y diáfanamente temporales que, transcurridos unos segundos inútiles tan siquiera para adentrarse uno en el escusado, fenece en su azimut; y terminando en el papel, ausente en su función; cosa de imperdonable lamentar, indiscutible.

- El destino, no se puede hacer nada.

Y Juan salió del servicio, acto del que fuera testigo ocular directo su amigo; consecuencia: otro ridículo tiempo mal administrado, si averiguamos los segundos exactos de incomodidad que sufrió Juan al, ya que éste sólo salió para encender de nuevo la luz, adentrarse expeditivamente en el servicio, memorizar todo cuanto surgiese de las penumbras (¿o eran umbras?) y lograr sus vicisitudes inmerso en futuros apagones; salir, decía, Juan y encender esa luz-deidad. En resumen, paganos rituales, consentimiento visual del amigo, con amago de inclinación conciliadora de cabeza (a pecho), sensación, extraña y pasajera, de ridículo y posterior inmersión (psicológica) de Juan en el escusado.
Lo que pasó dentro, a oscuras. Vaya usted a saber. ¿Realmente? Responderé a una sola idea general que surge por cada cabeza de lector rondador: Se lavó las manos al salir.