Todo lo que había ocurrido esa noche con suerte nunca lo recordaría en sus sueños. En verdad soñar era algo que, aun sin saber el como ni el porque, ya no le ocurría a ella. Soñar era como el miedo, algo que, simplemente y con una conveniencia desconocida, dejó de formar parte del mecanismo habitual. Ni siquiera se convirtió en una mas de esas cosas típicas de cuando uno se corta el pelo y se la pasa tocándose y alisándose el cabello que ya no esta, o como cambiarse anteojos por lentes de contacto y acomodarse el armazón inexistente... cinco años después del cambio. Sencillamente descubrió que hacía tiempo que no sentía
(¿sentía?)
miedo.
Su esposo Aldo hablaba de esas cosas con su típica soberbia inteligente, describiéndolo como el síndrome del miembro amputado. Pero Aldo, como en la mayoría de las cosas que la involucraban a ella misma, incluyendo el matrimonio, estaba sin duda alguna equivocado. No sabía cómo había abandonado el miedo, porque el miedo la había abandonado a ella. Recordaba someramente de qué se trataba el miedo, a que cosas se hallaba referenciado. Incluso a qué olía el miedo en el recuerdo del sudor agrio mezclado con el fuerte olor de las defecaciones de las cabras del monte en el que a los 13 años se perdió por cinco interminables horas, como un millón de años antes de entonces. Pero con horror descubrió que ni siquiera importaba preguntarse qué era el miedo. Algo en su interior
(la cosa oscura acá adentro mío)
le decía sin palabras que el miedo era algo que no le ocurría a ella. Ni le ocurriría. Pero que no era una falta de ocurrencia porque no existiesen factores detonantes para la razón del miedo sino porque el no sentir miedo
(¿¿¿sentir???)
era algo que se encontraba aun más allá de no solo no suceder o haber dejado de suceder. Era algo aún más inapelable y al mismo tiempo natural, como el amanecer por el Este. Era algo que ni siquiera podía recordar, pero al mismo tiempo resultaba perfectamente esperable que así fuera. No TENIA por que tener miedo, después de toda una vida viviendo los miedos pequeños y enormes. Miedo a la oscuridad, a las arrugas, a que Julito metiese los dedos en el enchufe, al cáncer de mamas, útero o pulmón, a que la asalten y la violen, y otros dos millones de miedos oportunistas.
Se sentía rara. Ni cansada ni plena de energías, ni despierta ni adormilada. Estaba en el medio exacto de una perpetua y poco vistosa mitad de camino de todo, y que sin duda no se refería a ningún extremo. Sencillamente no era.
Sin ninguna sorpresa evidente descubrió que podía ver perfectamente en la oscuridad. Es decir: veía exactamente la misma oscuridad de siempre en el living, pero también “veía” a través de la oscuridad con la misma simpleza con que sus ojos determinaban usualmente los colores y las formas a través de la luz. Sus ojos no veían luz alguna, pero aun así veían las cosas, todas las cosas, como si hubiera una lógica física que lo hiciera no solo posible, sino normal. Pero María sabía que no había lógica alguna: “Cuando apagas la luz, cuando cerrás los ojos, el universo se acaba”, se dijo a si misma, repitiéndolo en su cabeza como un mantra obsesivo. El problema radicaba en que ese universo no se acababa en ese living oscuro a las 2 de la mañana tan solo con apagar la luz. Una parte de su mente, a la que intentaba no escuchar, le confirmaba que nunca en su vida su visión fue tan aguda, definiendo aguda como una calificación anémica y apática de lo que en realidad podía ver. Y otra parte, que sin lugar a dudas parecía ser la que tenía la voz de mando, la empujó desesperadamente hacia la heladera en la cocina.
Estaba cagada de hambre
No tenia hambre, no estaba ansiosa. Estaba cagada de hambre.
Parecía no haber comido en una semana, pero recordaba que
(que recordás maría? contáme que recordás porque yo no recuerdo)
en lo de Nora habían cenado y habían tomado helado de sambayón que ella pagaría en el gimnasio. Era muy menuda, pero temerosa de ponerse rechoncha en ese periodo de pax romana que son los 30 y pico
(a quien le pedí que no me lastime en el auto?)
edad jodida si las hay, y que tienen casi nada de pax y ...
(fue en el auto, verdad? En el estacionamiento al lado de la casa de Nora. Alguien estaba en el asiento de atrás del auto y me...)
(me QUE?)
La parte de su mente que no quería oír se había vuelto muda de repente.
La parte de su mente que tenía la voz de mando se hizo oír con una claridad irrebatible que la hizo pestañear en medio de la oscuridad.
(DAME DE COMER LA PUTA QUE TE PARIO HACE GIMNASIA MAÑANA SI QUERES PERO DAME DE COMER QUE ESTOY QUE PUEDO COMERME LA PUTA HELADERA CON CUBETERAS Y TODO DEL HAMBRE QUE TENGO MAÑANA SI QUERES VAS AL OCULISTA Y LE DECIS QUE VES EN LA OSCURIDAD Y QUE TENES UN TERCER OJO EN EL CENTRO DEL CULO, PERO AHORA DAME DE COMER)
Giró sobre sus talones con un automatismo voraz y entró en la cocina a paso vivo, descalza sobre la cerámica oscura color terracota. Sintió los dedos de los pies ajustarse a la pisada con una eficiencia desconocida. Y al mismo tiempo se dio cuenta que no podía sentir ni frío ni calor en los pies desnudos. No podía ni era esperable que pudiera, que era aun peor.
Pero eso era algo que podría hablar con toda una junta medica mañana, si señor, pero no ahora. O comía o... No sabia bien “O que”, pero sabía que las opciones eran impensables. La saliva se le escapaba de los labios entreabiertos que temblaban, no por el frío, sino atacados por una tensión desconocida, primaria, elemental. Quiso intentar cerrar la boca y apretar los dientes para contener ese temblor, pero no pudo hacer ni una ni otra cosa. Por más fuerza que hiciera, los labios estaban separados. Algo en su boca le impedía cerrarla, como si se hubiese dejado algo olvidado adentro. Pensó en los pacientes de emergencias medicas entubados con cilindros plásticos translúcidos y corrugados, terminados en una válvula celeste o fucsia conectados a respiradores artificiales cuyos fuelles subían y bajaban pesadamente. Sabía que no había otra cosa mas que su boca, su lengua, sus dientes y sus labios. Pero también sabía que no era así, que su boca estaba ocupada por algo que sin temor a equivocarse nunca antes en 33 años había estado ahí, pero que ahora sí estaba. Y ese algo formaba parte de los otros muchos algo nuevos y los algo nuevos que ya no iban a ser lo mismo. Nunca mas lo mismo. Puso al dentista en la lista de profesionales a visitar al día siguiente y con una mano decidida (y furiosa) abrió la puerta de la heladera, haciendo que botellas y frascos en la puerta se entrechocaran violentamente entre si.
Miró los estantes abarrotados de comida, con los ojos invadidos por un brillo hipnótico, al que los 15 W de la lamparita de la heladera no acentuaban, porque la luz parecía morir dentro de ellos, como si fueran dos agujeros negros. Estiró la mano hacia las frutas y cuando estaba por tocarlas, retiró la mano como si estuviese por tocar vómito fresco. Separó las manos con las palmas hacia arriba en un gesto de impaciencia e incógnita, encogiendo los hombros inconscientemente, preguntándose qué mierda quería comer. La impaciencia estalló en su cabeza. Nada de crecimientos graduales. En un segundo empezó a hundir las manos convertidas en zarpas en los estantes de la heladera, arrojando al piso todo lo que había dentro sobre sus pies desnudos. Una vianda con fiambre. Un pollo crudo eviscerado y otro en una cazuela con papas se abrazaron como amantes en el suelo. Un envase sellado con acelga hervida, un frasco de ciruelas en almíbar, un pote de crema y uno de dulce de leche. Así como empezó la impaciencia, en su cabeza estalló el mal humor. Un sache de leche estalló a sus pies y la leche le lamió las piernas. Tres tomates alcanzaron a rodar, pero uno de ellos se deformó en el piso. Un pote de queso crema dietético fue atravesado por cinco dedos furiosos que se cerraron violentamente a su alrededor y salió volando sobre su hombro. Ahora las cosas salían volando hacia atrás. Un frasco de vidrio con mayonesa dietética atravesó la cocina iluminada tan solo por la silueta fantasmal de María arrojando comida por encima de sus hombros como una catapulta ciega, completamente desnuda. La mayonesa que no era dietética, recién estrenada por Julito, atravesó limpiamente la ventana de vidrio templado del horno y detonó un batifondo increíble en los estantes de la parrilla y los quemadores, que no fue suficiente para que María detuviese el vaciamiento de la heladera, pero fue mas que suficiente para que su hijo Julito y su marido Aldo se despertasen para observar petrificados, ya no como volaba la comida, ni como la cocina estaba siendo eficientemente despedazada como bajo fuego de artillería de ablande, sino observando atentamente a la propia María, con la misma estupefacción con la que dos días antes observaran al policía que apareció en la puerta del departamento en mitad de la noche
María dio una serie de violentos puñetazos sonoros contra la puerta del freezer que se combó hacia adentro. En el rectángulo de luz amarillenta que recortaba su silueta encorvada, se podía ver como el vapor frío escapaba de la puerta deformada y rediseñada del freezer con una lentitud controlada, como si lamiera la luz.
María, finalmente, tomó la heladera por los costados del mismo modo que podría hacerlo al tomar a una persona por los hombros y comenzó a aporrearla y zamarrearla, impiadosa y demente.
“¿QUE QUIERO? DECIME QUE QUIERO COMER HIJA DE PUTA QUE ESTOY MUERTA DE HAMBRE DECIME QUE QUIERO COMER DE UNA PUTA VEZ”
Lo sintió todo junto. Lo sintió en la bocanada salobre y fría de saliva que salió de su boca a medias expulsada, a medias rebalsada, casi como un vomito. Pero también lo sintió en la nariz, como si fuera ácido abriéndose camino dentro suyo hasta su cerebro, pero no era hacia su cerebro que llego el olor, sino a otro lugar, mucho mas elemental. Más primitivo.
(la cosa oscura acá dentro de mí)
Si el hambre no la estuviese torturando, hubiera logrado dilucidar que el olor de la sangre le llego al instinto y no al cerebro, pero su mente estaba en otro lado y la razón no tenía nada que hacer allí en ese momento.
Se volvió en dirección a su esposo y su hijo que estaban de pie, lado a lado, en la puerta de la cocina. Por un momento recobró algo que remedaba patéticamente a la cordura, y se observó a si misma y al desastre creado a su alrededor con el epicentro bajo sus propios pies. Alzó las manos intentando dar alguna explicación. Ella sabía que no era lo que parecía. Que había un motivo muy importante y perfectamente explicable por el cual María acababa de destrozar la cocina y la heladera en esa madrugada, completamente desnuda, parada como una gárgola enloquecida sobre una montaña de comida fría, con una costura enorme en forma de Y invertida desde la garganta hasta el bajo vientre, que ya en ese momento se estaba abriendo por debajo, dejando escapar parte de sus intestinos como un grueso cinturón sin hebilla. Una explicación tan lógica como la de haber aparecido muerta en su propio auto dos días antes sin una sola gota de sangre y la garganta destrozada por una serie de dentelladas de una boca con colmillos muy afilados, similares a los que ahora no le dejaban cerrar la boca a ella misma en ese momento. Una explicación tan consistente como para que pudieran entender su hijo y su marido el motivo por el cual María estaba en esa cocina y no en el ataúd donde la dejaron al mediodía en el cementerio. Quiso intentar explicarles todas estas cosas, pero solo pudo abrir las manos y alzar los hombros mientras los labios temblaban incontrolables y los nuevos dientes y colmillos afilados entrechocaban entre si.
Quiso explicarlo todo, pero estaba muerta de hambre.
Empezó por Aldo.
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