Oyó un ruido que provenía del piso superior. Eran ratas, sin duda, pensó. Algo le pasó rozando los cabellos, casi despeinándolo. “Son murciélagos”, se dijo, sin que por ello pudiera evitar un ligero estremecimiento. A cada ruido, a cada sonido, por extraño que fuera, conseguía darle una explicación lógica. Faltaba poco para que amaneciera y se iba animando por momentos: iba a ganar la apuesta. Eso sí, era cuestión de tener un poco más de paciencia, tan sólo media hora más y ya, ya podría dejar esa vieja casa abandonada maldita por las leyendas del pueblo. Les demostraría a todos que eran unos ignorantes y se llevaría una buena pasta, que falta le hacía.
Algo le tocó el hombro.
Ahogó un grito y se giró bruscamente. Era un trozo de cortina con el que se había enganchado, de tanto dar vueltas por el salón. “¡Qué tonto soy!”, se dijo en voz alta. Al principio, al poco de entrar en la casa, habló mucho en voz alta, para darse ánimos. Pero poco a poco fue callando, interrumpido por los constantes ruidos que le rodeaban. En silencio podría escucharlos mejor e ir analizándolos, para conservar la cordura.
Miró el cronómetro. Aún faltaban unos minutos. A través de las ventanas vio como iban desapareciendo las estrellas. Soltó un “yujú” no muy convencido, pero preñado de alegría contenida.
A punto de cumplirse la hora pactada, se dirigió a la puerta principal. Antes de posar su mano en el pomo, respiró hondo. No quiso mirar a su espalda. Cuando avanzó su mano, el pomo se movió solo. La puerta se abrió. Al otro lado estaban los jóvenes con los que realizó la apuesta. Sonreían. Abrió los brazos pletórico: “¿Veis? ¡Lo he logrado!”. Los chicos afirmaron con la cabeza. El más alto de ellos dijo: “Cierto, ganaste. Y es una pena”, tras lo cual levantó la hoz que llevaba escondida a la espalda.
El sol apareció radiante. Se oyó un gallo a lo lejos y el trinar de los pájaros confundido con un silbido metálico que cortaba el aire una y otra vez, una y otra vez…
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