Capítulo octavo: La leyenda del Occisor Aureo
Meroe se hallaba sentada junto al telar, trabajaba en un vestido que cuando estuviese preparado sería la envidia de la ciudad. Al fin tendría un vestido que fuese digno de su belleza. Su padre, consejero de la ciudad le compraba cientos de vestidos de exóticas telas y de lejanos países, pero ninguno le satisfacía. Al final decidió que sería ella misma quien fabricaría el traje con el que podría llegar a conquistar a un rey. Pero su belleza tenía un rival. Solo otra dama podía compararse a ella en belleza, inteligencia y astucia. Cuando Meroe conseguía una joya increíble, la otra dama también conseguía una similar. Sus vestidos iban a la par, sus peinados, sus zapatos y sus poderosos amoríos también.
Esa dama era Panthia, su hermana gemela. Eran el orgullo de su padre, las dos mujeres más bellas de la ciudad-estado, el fruto más deseado de los nobles y el objetivo de las miradas avariciosas del resto de las mujeres de la corte. Su madre fue una gran dama de otro país. Una mujer hermosa pero también enfermiza. Cuando llegó el momento de dar a luz estaba débil y no pudo sobrevivir, murió y no llegó a conocer a sus dos hijas. Sus hijas nacieron con su belleza y con la fuerza y resistencia de su padre y también heredaron una ambición sin límites por parte de los dos.
Por eso Meroe tejía sin descanso. Si su padre le compraba un vestido también le compraría uno similar a su hermana, la única manera de vencer sería conseguir algo único y solo lo conseguiría con el sudor de su frente. Pero ella no era la única que tramaba algo, conocía a su hermana como a ella misma, ambas compartían gustos, aficiones y también miedos. Ambas temían envejecer y perder su atractivo y ambas estarían dispuestas a sacrificar cualquier cosa por vencer a la muerte y a la edad. Sabía que Panthia buscaba una forma para salir victoriosa de ese enfrentamiento. Se había sumergido en la lectura de antiguos libros y pergaminos de sabios y hechiceros de antaño. Aun así no encontró nada pero tampoco se dio por vencida.
Meroe se acercó donde su hermana estudiaba los antiguos hechizos e invocaciones. Después de todo eran hermanas y ambas se querían. Si una sola no podía resolver el enigma tal vez lo lograsen juntas.
- Hermana, se que te propones –Empezó Meroe. Déjame ayudarte, si vencemos no necesitaremos competir entre nosotras porque siempre seremos las más bellas.
- De acuerdo Meroe –Contestó Panthia. Pero si solo una de nosotras lo puede lograr esa seré yo.
- Así sea.
Algún tiempo después resolvieron el enigma. No había un hechizo tan poderoso como para vencer a la propia muerte, lo único que puede vencer a la muerte es algo que jamás pueda morir y que además tiene el poder de elegir quien vive y quien muere. Necesitaban la ayuda de un dios. Pero no cualquier dios, un dios normal lo vería como una aberración, un intento de suplantarles, precisaban a un dios malvado y ambicioso, seguro que pediría un alto precio o un crimen atroz. Solo había un dios así. Srun, Señor de la noche.
Dibujaron el pentáculo en el suelo. Un cirio en cada una de las puntas de la siniestra estrella de cinco puntas. Pero solo cuatro de las velas estaban encendidas. Una de ellas simbolizaba el elemento Fuego, creador de la vida. Otra de ellas era el Agua que nos provee de alimento junto al elemento Tierra. La cuarta vela encendida era el Aire, sin el cual ningún ser vivo sobre la tierra estaba vivo. Era el Espíritu la vela que permanecía apagada, pues el espíritu era la vida o la muerte. El espíritu es inmortal, pero el cuerpo formado por los otros cuatro elementos no. Mientras el espíritu permaneciese en el cuerpo este envejecería hasta que el alma se escapase con la muerte y vagase por la eternidad. Tendrían que sacar su espíritu de su cuerpo para que este vagase inmortal y el cuerpo no envejeciese. Cuando esto ocurriese se encendería la última de las velas y lograrían la tan ansiada inmortalidad y juventud eterna.
Sacrificaron un gato negro, habitante de la noche junto con un murciélago y con la sangre de ambos repasaron el Pentáculo. Este brilló con luz propia iluminando la habitación de rojo y negro. La sala se llenó de sombras que danzaban de un lado a otro, parecían furiosas por la intromisión, pero mientras las hermanas permaneciesen dentro del círculo que contenía la estrella estarían a salvo. Las sombras eran los dioses, poderosos, fuertes, antiguos como el propio universo e inmortales. Uno de ellos no se movía, parecía observarles desde lejos. La habitación se llenó de un poderoso viento que hacía que todos los muebles volasen y se estrellasen con las paredes quedando destrozados. Pero el interior del pentáculo seguía inmóvil, ni un ápice de viento conseguía mover las llamas de las velas.
-¡Srun! A ti te llamamos –Gritó Panthia por encima del huracán.
Dicho esto cojió un cuchillo y realizó un corte en la palma de su mano izquierda. Meroe la imitó y se cortó en la derecha. Dejaron que la sangre manara de la herida y cuando el charco creció se dieron las manos heridas y las tendieron hacia fuera del círculo mágico. Hecho esto el torbellino cesó y las figuras desaparecieron, la habitación se oscureció y quedó iluminada solo por la luz de las velas, ahora su llama era blanca parecidas a estrellas en la noche. La sombra que antes las miraba permanecía allí y se acercó a ellas. Su figura era impresionante, más de dos metros de altura, hombros anchos, brazos fuertes y musculosos, sus manos eran garras animales, afiladas y mortales, su cabeza era la de un lobo de ojos azules muy claros que brillaban en la oscuridad, de sus fauces salían dos colmillos que goteaban sangre y de su espalda brotaban dos alas grandes de murciélago. Iba vestido con una imposible armadura dorada que le cubría el torso y en su cabeza una corona también de oro. Era la encarnación de los terrores de la noche, cada criatura nocturna estaba representada en su cuerpo y tenía un halo estremecedor.
- Habéis interrumpido el descanso de los dioses, vosotras dos simples mortales. Por esa intromisión merecéis morir a no ser que queráis realizar un pacto conmigo.
Su voz era poderosa, como un trueno durante una tempestad. El corazón de las hermanas se estremeció y se congeló, la temperatura de la habitación descendió y aparecieron estalactitas y estalagmitas de hielo por el techo y por el suelo de la habitación. El miedo tomó su morada en sus cuerpos y su piel empalideció.
- Te hemos llamado, gran dios, para suplicarle para que nos concedas la vida eterna y nos mantengas por siempre joven. A cambio haremos cualquier cosa y te entregaremos cualquier cosa.
- Pedís demasiado pero vuestro valor me asombra en dos mujeres tan jóvenes. El precio será alto y lo que tal vez consideréis la mayor de las bendiciones a lo mejor se convierte en una maldición.
- Pide lo que quieras, te escuchamos.
- Deberéis beber la sangre de vuestro propio padre y mantenerlo con vida mientras dure el ritual. Si lo hacéis, habréis obtenido lo que pedís. Pero para manteneros jóvenes deberéis beber la sangre de más personas y si sobreviven a vuestro ataque compartirán con vosotras la maldición y también la compartirán vuestros hijos y los hijos de vuestras víctimas. Ahora adoráis a Srun, Señor de la eterna noche y como adoradores míos no volveréis a ver la luz del Sol.
Tras esto, el dios desapareció como si nada hubiese ocurrido. La habitación no parecía haberse enfrentado al torbellino que la había sacudido. Los muebles estaban enteros, cada uno en su lugar. La única prueba de lo que en esa habitación aconteció era la quinta vela que ahora brillaba con más fuerza que las demás. Sus manos seguían unidas pero ya no goteaban sangre, la herida había cicatrizado. El pentáculo emitió una intensa luz durante unos breves instantes y luego desapareció. El Sol se asomó por el horizonte y su luz se coló por una de las ventanas. Atesoraron ese momento, pues probablemente no volverían a ver su luz. Se despidieron y fueron cada una a su habitación, la noche había sido larga y estaban derrotadas, descansarían hasta tarde pues esa noche también sería especial.
Cuando el Sol huyó atemorizado por la cercanía de la noche y la Luna brilló en lo alto del cielo Meroe y Panthia salieron de su habitación, conscientes del crimen que iban a cometer. Su padre estaría durmiendo, probablemente tras una fuerte borrachera, las cosas resultarían más sencillas de lo que pensaban. Entraron de puntillas en su habitación y se acercaron sigilosamente a la cama, donde estaba su padre. Sin despertarle, le amordazaron y ataron para que no pudiese debatirse. Extrajeron un cuchillo cada una y le cortaron en los brazos por donde empezó a manar la sangre que les concedería la inmortalidad.
Preso del dolor su padre despertó, sus ojos no llegaban a reflejar el terror que sentía al comprender lo que sus amadas hijas hacían. Le iban a dejar morir desangrado y mientras se bebían su sangre. Detrás de ella podía ver una figura vestida de oro que le observaba con unos ojos que brillaban en la oscuridad, estaba seguro que el era el culpable de esa atrocidad. Se iba debilitando conforme su sangre abandonaba su cuerpo, su vista se nublaba y dejaba de sentir cada una de las partes de su cuerpo. Su vida se esfumaba y el no podía retenerla consigo...
A la mañana siguiente una sirvienta encontró el cadáver de su amo tumbado en la cama, sin ataduras y sin amordazar, sencillamente parecía descansar en su lecho. Su rostro estaba congelado en un rictus de dolor que jamás podría olvidar. Dos cortes iguales recorrían de arriba abajo sus anterazos, el cuerpo parecía completamente seco, ni una gota de sangre quedaba en él. Pasaron los días y los rumores corrieron. A penas se había visto a las hijas del consejero desde su muerte, ni siquiera fueron a su incineración. Solo se las veía por las noches, pálidas, con aspecto de fantasma. Habían sido ellas las causantes de su muerte, debían pagar por ello.
- Debemos matarlos por buscarnos –Dijo Panthia.
- No, no somos sus enemigas ni tampoco somos asesinas.
- Pero con nuestro poder podemos tomar la ciudad. ¿Quién no estará dispuesto a unirse a nosotras por conseguir la inmortalidad?
- Pero ¿para qué tenemos que controlar la ciudad? Nosotras solo buscábamos la juventud eterna.
- No permitiré que condenes a todas las personas de la ciudad –Replicó Meroe.
- Pues tendré que quitarte de en medio –Le contestó Panthia.
Empezó la pelea, sus manos se transformaron en garras, en su boca aparecieron unos temibles colmillos. Golpe tras golpe, herida tras herida, lucharon durante toda la noche y todo el día, inagotables e inmortales. La habitación estaba a oscuras para que no entrase la luz del Sol, pero eso ya no era un problema para ellas. Temibles cortes y mordiscos, la sangre cubría el suelo, las paredes y el techo, pero ninguna de las dos podía vencer, eran iguales. Cuando llegó la noche se separaron y su mirada de amor se transformó en una nueva mirada de odio mutuo, y desde la oscuridad el asesino de oro sonrió.
Balthamos |