Las ánimas refulgentes de muñecas decapitadas,
asedian la mente oprimidamente ansiosa,
turbando y enturbiando las noches de ensueño,
empapando de gélida exudación los lienzos impolutos.
Retrociéndose un cuerpo macilento,
de piel lívida y escamosa,
en el ínterin, las voces punzando como agujiones,
purgando impetuosas las venas abiertas.
En medio de una tiznada coloración de los cielos,
susurros, gritos, se revuelven en la espesura de los pensamientos,
de un pobre ser, cuyas manos crispadas,
se aferran y destienden con presteza los cabellos.
Paredes incorpóreas, fustigadas de recelo,
colmaron de vesania la sustancia rediviva,
tal es, la conflagración desatada entre la cordura y la insania,
que distiende los esfínteres glandulares de los ojos.
Caen lágrimas, incesantes, sobre las sábanas,
se cuajan y se unifican con el sudor coagulado,
sorda oquedad resquebraja el llanto infinito,
estado morfinómano emergente de la tristeza.
Vesania, bálsamo lubricante, paradójicamente desgarrador,
nutre las grietas secadas por la neutralidad,
abstrae como ninguna pócima, deja cuerpos exánimes,
tras oír una cadena de gemidos.
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