-¿Estás más tranquila, Ana? ¿Quieres conversar?....
Se produjo un momento de silencio; Ana, con la vista baja, jugueteaba con los lápices del escritorio, mientras el doctor la observaba con atención. Ella estaba desgastada, los ojos llorosos, el cabello despeinado, su maquillaje corrido.
-Trate de comprenderme, doctor. No es la primera vez en mi vida que me enamoro, pero es la primera en que soy correspondida. Nunca antes había experimentado la intimidad. Es por eso que perdí un poco el control de la situación.
-¿Te sientes enamorada?
-Nunca antes había estado tan segura de algo en mi vida. Ahora me doy cuenta que todos esos apasionamientos descontrolados que sentí antes no fueron más que tonterías juveniles.
-Entonces ¿ porque lo hiciste?
-Ya le dije. Cuando uno ama demasiado, uno pierde la proporción de las cosas. A mi me pasó eso, pero fue solo esa vez nada más. Ya tengo claro que fue una locura y que nunca más volveré a intentarlo.
-Voy a hacer un esfuerzo por creerte. Tal vez si me cuentas todo desde un principio, nos vaya mejor...¿Cómo llegaste hasta ese lugar?
-No recuerdo bien... Enrique me había dejado ese día. De pronto, mientras vagaba por las calles, puse mis ojos en aquella torre, alta, bella, imponente. Me di cuenta de que me llamaba con suavidad, deletreando mi nombre dulcemente, prometiendo paz, consuelo, descanso. Me estiró la mano, y yo la recibí; me elevó por los aires como a una princesa, llevándome a la altura del sol, permitiéndome verlo cara a cara. Estaba tan alto que podía alcanzar las nubes, podía acariciarlas, podía abrazarlas....¡Estaba tan feliz! Hasta que, de un instante a otro, irrumpieron esas voces que me gritaban, esos brazos que me ataban...
El doctor Fernández observó una lágrima rodar por la mejilla de la mujer; de súbito, la expresión del rostro de ella cambió, esbozando una sonrisa cómplice, como si un grato recuerdo la tomara por asalto.
-¿Y porqué consideras que ese tu amor es correspondido, Ana?
-Puede que suene absurdo, pero....¡Si usted sintiese lo que siento ahora!...Ese lugar, esa brisa, el aire, la altura.....¿Cómo puede decirme que no es amor?
-Yo no le he dicho nada. No entres a suponer cosas, Ana.
La mujer miró al cielo con languidez, sin poder ocultar la decepción que le causaban las palabras del doctor.
-Si usted no quiere creerme es su problema.
Ana dejó los demás lápices del escritorio sobre la mesa, y se quedó solamente con el de color amarillo en la mano; le dedicaba toda su atención a él, ignorando la presencia de Fernández, por más que éste le buscase la mirada.
-¿No vas a decir nada más, Ana?
-Necesito irme, doctor. Creo que la hora de consulta ya ha pasado. Seguiremos en la próxima sesión.
Fernández se fijó en que la mujer guardaba el lápiz amarillo bajo su camisa. Le estaba robando ante sus propias narices.
-Ana, no puedo dejar de notar que te has encariñado con mi lápiz. Si tanto lo quieres, es cuestión de pedírmelo. Yo puedo regalártelo, no es necesario que te lo robes.
-¿En serio me lo regala, Doctor? Se lo agradezco mucho! .
La mujer enseguida se puso de pie y, luego de una fugaz despedida, se marchó de la consulta. Fernández se mantuvo en silencio, pensando en Ana. Ninguna paciente le había desconcertado tanto como ésta, durante sus 45 años de oficio. La secretaria del doctor entró a la consulta:
-Tan contenta que iba la Srta. Ana.
-¿Puede creer, Silvia, que se robó descaradamente el lápiz amarillo que tenía aquí?. Pensé que, al descubrirla, se avergonzaría y me lo devolvería. Pero no. Lo aceptó como un , encantada de la vida.
-Y a mi me pidió prestada la pulserita azul que me había comprado a la hora de almuerzo. Ojalá me la devuelva. Aún ni siquiera la había sacado de la cajita.
-Algo amarillo, algo prestado, algo nuevo.
-Ni que fuera a casarse...
-No te preocupes, mi amor. No me alcanzarán
A medida que se acercaba al edificio, el corazón de Ana latía con más fuerza. Miró hacia atrás, y se percató de que la seguían; entre guardias y enfermeras, pudo distinguir al doctor Fernández. Subió desesperadamente los escalones de la antigua construcción; ellos ya se acercaban.
-No te preocupes, mi amor. No me alcanzarán
Ana tenía una cita. Al fin su gran día había llegado; ya no sería una solterona, sino una mujer casada, una señora, como sus padres siempre quisieron, como ella soñara desde niña. Subía los peldaños a pie, piso por piso, llamando el ascensor en cada vuelta. No habría invitados a su matrimonio, solo su novio.
-No te preocupes, mi amor. No me alcanzarán
Al llegar a la cumbre, sintió que el mundo comenzaba a detenerse. Aunque ya no era inocente, se sentía como una muchachita a punto de perder su virginidad; nunca en su vida se había sentido tan feliz como entonces.
-Ya llegué, mi amor. No me alcanzaron.
De pronto, alguien la tomó por la muñeca. Se dio vuelta y se encontró con el Dr. Fernández.
-Lo siento, Ana. No puedo dejarte ir. Tendrás que acompañarme.
-Usted no puede hacerme esto -gritó nerviosa, intentando zafarse -Mi marido me espera, no lo puedo dejar plantado.
-No es tu marido aún, Ana. Todavía no se han casado.
La mujer se volteó lentamente hacia el precipicio que ella amaba. Lo pudo oír susurrando dulcemente su nombre.
- Me está llamando, doctor....¿Lo oye?. No puedo fallar la primera vez que soy solicitada en mi vida.
El médico intentó sujetar a la mujer, pero la fuerza de ella pudo más que los años de oficio; Ana ya se hallaba corriendo, avanzando a pasos agigantados hacia el abismo. Los demás aún no llegaban. Estaban solamente él, ella, y el precipicio.
-Ana....-el doctor Fernández hizo un último intento por alcanzar a la mujer.
Ana sonrió dulcemente.
-No se apene por mi, doctor. ¡Ahora soy una mujer casada!
Ahí estaba, la mano abierta a su espera. No tuvo miedo en entregarse, en dejarse llevar; sintió la paz que el abismo irradiaba, apoderándose de ella lentamente. Como un remolino, Ana estaba a la altura del sol, de las nubes, de las estrellas, y las veía irse, cada vez más altas, cada vez más lejos, hasta finalmente consumar su matrimonio.
Los que venían a ayudar, no encontraron más que silencio. Nadie dijo una sola palabra; las miradas se dirigieron hacia Fernández, de quién esperaban una respuesta, una explicación a lo sucedido.
-¿Qué más puedo decirte, Ana? ¡Felicidades! Ya eres una mujer casada.......
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