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La taza de café, aún tibia, se mueve con la tenue brisa que entra por la puerta; puerta de madera, algo rústica pero sin asperezas. La puerta se mueve con el viento; se abre, se cierra, vuelve a abrirse. El frío entra con cada vaivén y comienza a tomarse la casa, de a poco.

Junto a la taza de café, una pluma baila sobre un pedazo de papel blanco. Se mueve, se detiene. Escribe. Junto al papel, un tintero, relleno de color negro. La pluma hace presión contra el papel, con fuerza, para que la huella quede bien marcada. Nada ha de borrar su testimonio, ni siquiera las gotas tibias que se dejan escurrir de cuando en cuando, obligando el papel a recogerse para no humedecer la tinta ya seca.

Afuera sólo se ven nubes grises, nada de sol. Hay viento, sí, pero poco. En la sala, la luz justa para poder moverse; no se divisan bien los objetos, pero tampoco existe la intención de hacerlo. Un candelabro en cada esquina, con lugar para tres velas, pero solo una de ellas con fuego, y el espacio vacío de las otras dos, para que la que está encendida sienta su ausencia. En aquella casa, a las velas no se les permite trabajar en grupo. Deben hacerlo solas.

La pluma deja de bailar; el pedazo de papel vuela hasta la punta del espejo del salón. Se instala ahí con incomodidad y cierta indecisión, pero finalmente se asienta. Su mensaje queda en lo alto, su testamento en negro, para que lo lea el viento, al que realmente no le importa lo que el papel dice; Afuera, el silencio.

Las copas de los árboles se agitan levemente con la brisa; Se extraña al sol, pues no tienen qué cubrir si él no está. Se extraña esa luz, que en días despejados aparece demoledora, arrasando con todo atisbo de duda, enseñando con claridad lo que hay alrededor; lo que estuvo, lo que ya no está y lo que no se podrá volver a tener. Por eso se extraña al sol, con su verdad a veces dolorosa, que se burla mostrando lo bonita que puede ser la vida.

Pero también se extraña la lluvia; los ventanales de la casa añoran las gotas que revientan contra los vidrios, pues sólo entonces los que están adentro se dan vuelta y detienen la mirada en ellos. Ahora llevan más de veinte días cubiertos de polvo, y aparentemente deberán esperar otros veinte más; no los han limpiado desde la última vez que llovió. Los cielos han estado tristes, pero no lo suficiente como para llorar; al fin y al cabo, si ellos tienen a la Sra. Otis, no tienen porqué sentir pena; la tristeza se ha concentrado en otra parte: en los ternos sin planchar, en la mitad sin hacer de la cama, ésa que ya nunca más tuvo sábanas suavizadas con olor a lavanda, en la música de notas invisibles, las que no dan ni pena ni alegría. Por eso se extraña la lluvia, pues en aquellos días en que llovía, la pena estaba allá arriba, sobre las nubes, y no asilada en el apretado nudo de una corbata.

El frío se ha asentado definitivamente en la casa; la puerta ahora está abierta de par en par, y el viento desordena todo al interior; el café se ha enfriado y la taza vuelca pequeños goterones sobre la servilleta que la separa del plato; los candelabros de una sola vela se apagan uno por uno, dejando una débil estela de humo a su alrededor. La puerta de madera sin asperezas se cierra con fuerza, y la oscuridad invade la sala. No queda más que el frío y la débil luz que pasa a través de las nubes. La inspiración se ha marchado. No queda música en el aire: ni la alegre de los días de carnaval, ni la íntima para las noches junto a la chimenea. No hay pianos tristes ni tambores furiosos; no hay voces susurrantes ni guitarras melodiosas. Sólo el silencio.

El camino compuesto por barro seco aparece resquebrajado; el polvo emerge con cada golpe, cada paso, y se eleva por segundos, volviendo en círculos al lugar de origen; el viento no alcanza a estimularlo, pero las botas gruesas que se dejan caer con fuerza remueven la capa más honda, la que seguía húmeda bajo el cascarón reseco, y logra incluso adherirse levemente a la suela.

El árbol sigue en su espera del sol; no puede ver nada más; mantiene la vista en alto, ansiosa, rogando para que éste sea el día en que vuelva a aparecer. No le importa el lugar en donde está, ni lo que hay debajo de esas lozas; los árboles nunca miran hacia abajo, siempre hacia arriba. La cuerda que le envuelve uno de los brazos no le incomoda, y tampoco es su problema. Sólo quiere el sol, nada más que el sol. Lo demás es secundario.

A esos días sin sol ni lluvia, lo único que le viene es el silencio. Resulta adecuado, solemne, casi exacto, y se deja sentir en toda su intensidad, como una canción cargada de emociones retenidas, las que acompañan con sus notas invisibles al suave meneo de los pies, esos que cuelgan del árbol junto a la tumba de la Sra. Otis.

Texto agregado el 26-09-2006, y leído por 237 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
11-04-2007 Buenísimo. Y así mismo el silencio relató la historia de Sra. Otis durante todo el escrito. Bellas imágenes y delicadas desripciones de los lugares, los objetos, las emociones silenciadas y sus dinámicas. Saludos. ilanga
20-01-2007 Cautivante!!!! Aytana
27-09-2006 Cuánto oficio. Y cuán elocuentes pueden ser el silencio, los objetos, los árboles, la ausencia. Bello texto en verdad, de novela... venicio
 
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