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Aquél verano las rosas salieron grises.
-Yo no entiendo –reclamaba Georgina- ¿qué fue de las otras flores que sembramos? ¿Se acuerda que pusimos semillitas de cada una?
-Si Dios quiso mandarnos rosas grises, bienvenidas sean- la voz y gestos de Sofía eran discretos y delicados.
-Discúlpeme patrona ¡Cómo va a querer Dios que tengamos estas flores feas, si todos los años nos regala pétalos coloriditos y brillantes! ¿porqué nos iba a castigar ahora? No, nada de poner a Diosito en esto.
Sofía era una mujer de rostro dulce y mirada serena. Bastaba un leve asentimiento de cabeza para dar una discusión por terminada.
-A Benito parece gustarle el jardín así, como está. ¿qué dices, Georgina? ¿se lo dejamos?
Benito, el menor de cinco hermanos, el único de los hijos de Sofía que aún vivía en el campo; nunca dejaba de mostrar una sonrisa en los labios. Las dos mujeres eran incapaces de negarle algo. Si a él le gustaba, no había nada que discutir.
El entorno de la casa había cedido al gris, siendo los únicos colores visibles los de los juguetes que Benito iba dejando dispersados por el patio. El chico estaba maravillado con el color de las rosas. Se paseaba entre ellas, jugando con su pelotita de goma, cantando siempre aquella misma canción, la única que se sabía
No ocurría lo mismo con Gastón Andrade, el dueño de casa, conocido por su mirada fija e inflexible. Viajaba a la ciudad varias veces a la semana, y generalmente regresaba cansado. Aquél día encontró a Benito cantando en el jardín, y eso, junto al color de las rosas, lo dejó muy malhumorado.
-¿Cuándo se irá a callar ese muchacho?
-Le gusta cantar de noche, déjalo –replicaba Sofía, sentada en su mecedora –¿Sabias que los campesinos se esconden entre los arbustos, sólo para oírlo? Podrías intentar hacer lo mismo.
-No me interesa. Si tu hijo no se calla por las buenas, lo obligaré yo por las malas.
La mujer no respondió. Él, ignorando su silencio, prosiguió con sus reclamos en voz alta. -El jardín está horrible, no tiene color. Debieran podar todas esas flores grises, le dan un muy mal aspecto a la casa. Se supone que las rosas deben ser bellas y coloridas, no parcas y despreciables como éstas. No me sorprende que le atraigan a tu hijo, es igual a ellas.
Sofía detuvo los ojos en Gastón antes de responder; con aquella mirada entre airada y suplicante, a veces lograba doblegar su furia.
-Nuestro hijo, Gastón. Al menos reconócelo cuando estamos solos. Me lo debes.
-No te debo nada. Nosotros tuvimos cuatro hijos, Sofía. Cuatro. Mira a cualquiera de ellos ¡Son perfectos!¿Acaso alguno se parece a Benito?
La mujer ocultó el rostro entre sus manos. Aunque la verdad estaba de su lado, era la versión de él la que llevaba imponiéndose por más de doce años
-Está bien que te avergüences –continuó el hombre- aunque sostengas tu mentira, sé muy bien que ése debe ser hijo de alguno de esos peones con los que te habrás acostado.
Ella, sin fuerzas para ocultar su frustración, mantuvo las cejas tensas mientras dejaba que sus ojos lagrimearan. El ruido de un objeto cayéndose al suelo interrumpió la conversación. Uno de los jarrones del salón se había hecho trizas.
-¡Para eso es lo único que sirve! ¡Para romper cosas!
-Fue sin querer -balbuceó el pequeño, tomando en su mano derecha la pelotita de goma.
-¡Pásame esa pelota! -le gritó, quitándosela.
-Sé más delicado con él, por favor. Es muy sensible y tus gritos le afectan.
-¡Qué va a ser sensible! Este niño vive en una realidad ajena al mundo, Sofía ¿Acaso lo has visto llorar por algo? ¿Crees que comprenda algún sentimiento que no sea esa risita torpe cuando juega a la pelota? Yo podría insultarlo, pegarle inclusive, y él no sentiría más que dolor físico.
-¿Qué pretendes con esto, Gastón?- sollozaba la mujer, mirando al horizonte.
El hombre se fijó en el muchacho y lo encaró con violencia, como si su esposa no estuviese presente.
-Me gustaría verlo expresar algún sentimiento, cualquiera que fuera–y, presionando el pecho del chico con la mano derecha, lo empujó hacia atrás, señalando el jarrón quebrado. Benito seguía sin reaccionar, con una sonrisa débilmente dibujada en los labios. En su mano sostenía una de las rosas grises del jardín -¿Ves? ¡Ni siquiera se da cuenta que hizo mal!
Gastón arrojó la pelota de goma al suelo y se retiró. Benito corrió de inmediato tras ella y continuó jugando. Sofía, a su vez, apretaba los dientes y cerraba los ojos:
-Cinco –murmuraba a sus espaldas, sin que su marido la viera – no cuatro. Cinco.



Faltaba poco para medianoche; Gastón veía televisión antes de dormir. Aunque intentaba concentrarse en el programa, cabeceaba de tanto en tanto, abrazando uno de los almohadones del juego persa que con tanto orgullo comprara esa tarde. De pronto, Benito entró silenciosamente al living con algo en sus manos y se acercó a él, tomándolo por sorpresa.
-¿Qué haces aquí? -le preguntó con sequedad- Deberías estar acostado.
-Es para usted -le dijo entregándole un jarrón hecho de greda - para que lo ponga donde estaba el que se rompió.
Gastón observó el objeto rústicamente elaborado por el muchacho.
- No se parece en absoluto al otro. No sirve.
-¿Porqué?
-Tú no entenderías. Anda a dormir, mejor.
El muchacho se dio media vuelta, caminó dos pasos y se detuvo. De espaldas, sin girar para mirarlo, le hizo una pregunta:
-Don Gastón...¿está enojado conmigo?
-¿Porqué piensas eso?...-sorprendido por la pregunta, Gastón dibujó una leve sonrisa en su rostro. El chico le había parecido emocionado, casi racional.
Benito seguía callado; su labio inferior temblaba y tenues exhalaciones daban a entrever el ritmo alterado de su respiración. Impaciente por la espera, el hombre se volteó hacia donde estaba él, y se fijó en tres gotas de sudor en su frente. Al percatarse que los ojos de él se encontraban con los suyos, el muchacho bajó la vista abruptamente y se apuró en decir:
-Porque nunca lo veo con la pelota ¿No le gusta jugar?
-No, no me gusta jugar, y menos con esa pelota tuya – le contestó ásperamente, apretando los labios y mirando hacia el lado- Buenas noches.
Benito se retiró rápidamente, sin emitir palabra ni sacar la vista del suelo, ocultando sus ojos hinchados y enrojecidos de la vista de Gastón.



Georgina no encontró a Benito en su habitación la mañana siguiente, cuando le llevó el desayuno. Fue a despertar de inmediato a su patrona. Sofía, sin saber porqué, pensó en el jardín de rosas grises.
Gastón oyó a lo lejos el grito de su esposa. Llegó corriendo al jardín y encontró a su mujer junto a la criada, arrodilladas ante Benito. Su corazón había fallado.
-Ya era tarde para él, patroncita-le decía Georgina mientras le acariciaba la cabeza- él estaba cansado, ahora se fue a dormir. Va a estar mejor.
Sofía, quien tenia el cuerpo del chico entre sus brazos, se dio vuelta para mirar a su marido.
-¿No quieres despedirte de él?
Gastón no reaccionaba. La mujer se puso de pie y colocó al niño entre sus brazos. El hombre se arrodilló para poder sostenerlo y le observó fijamente.
-Quiero ver el color de sus ojos, Sofía. Dile que los abra, por favor.
-Deja a mi niño en paz, Gastón. Está cansado y quiere dormir. Él ya tuvo suficiente.
El hombre entonces se dirigió al chico, como si solo estuviese dormido, y le habló con más fuerza, como cuando lo reprendía. No hubo respuesta; cerró los ojos, apretó sus labios y dejó al muchacho en el suelo. Sofía tomó su lugar y nuevamente rompió en llanto, humedeciendo el cuerpo de su hijo. Gastón apuró el paso a su habitación y se encerró con llave. No quería que nadie lo viera con lágrimas en el rostro.


Benito fue enterrado un día Lunes. Sofía iba del brazo de Georgina, ambas en primera fila, acompañadas por los cuatro hermanos del chico. Gastón, ocultando su rostro, regresó a casa antes de que el cajón terminara de hundirse en la tierra. Sofía llegó un buen rato después; lo encontró recostado, con los ojos secos y cerrados. Se sentó en la punta de la cama, a los pies de su marido, contemplando la habitación en silencio.
Gastón se acercó para tocar a su esposa, pero se retuvo poco antes de alcanzar su hombro. Ella, ausente y con los labios sellados, esquivaba sus ojos con recato, fijándolos en la distancia o cerrándolos por completo. De súbito, miró a su marido detenidamente y le dijo:
-No te preocupes tanto, Gastón; no era tuyo. Si tuvo que esperar hasta ahora para verte llorar, entonces sí era hijo de uno de los peones.
Suspiró con fuerza, como si se preparase a decir algo más. Sus labios temblaban, su respiración estaba agitaba. Exhaló prolongadamente, como si se deshiciese de un gran peso, y giró lentamente el cuello para mirar hacia fuera. El día lentamente comenzaba a nublarse.
-Voy a pedirle a Georgina que guarde los juguetes del niño, están por todo el patio. No quiero que se vayan a mojar.
Se retiró en silencio, cerrando la puerta delicadamente. Gastón apoyó la cabeza contra el vidrio y observó desde la ventana a las dos mujeres recogiendo los coloridos juguetes, lo único que contrastaba con las rosas grises que dominaban el jardín. Con los ojos humedecidos, tomó uno de los almohadones persas que estaban sobre su cama y lo apretó con fuerza, hasta romper la tela.

Texto agregado el 26-09-2006, y leído por 198 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
20-01-2007 Su manera de describir hacen las imagenes y las situaciones tan reales que se hace imposible no conmoverse con tan bella historia. Aytana
03-01-2007 Una bonita historia, eso creemos. Pero vamos con la parte idiota de la visita y todo de aquí en más es opinión y no crítica: La primera frase está de más, es el título y se sobreentiende luego, además ese “aquél” va sin tilde. Detalles como éste hay varios que entorpecen un poco la fluidez. Luego, señor, táchenos todos los “porqué” y escríbalos bien: “por qué”). El contenido del texto se ve ligeramente perdido en el obvio fin del niño, como si el autor no hubiese sabido qué hacer con su historia que, a juicio de esta junta de lectores, hace alarde de una obra de suspenso muy entretenida. Verá que por estos lares todo el mundo anda matando personajes, “tecla fácil”. Tómelo o déjelo, pero ha sido un placer pasar por aquí. A más ver. PD: no usamos estrellitas. scatolocos
 
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