Sobre un lecho yace el viejo, la vida se le escapa y la muerte se aproxima. La piel está arrugada, los ojos ciegos y los oídos sordos. Sobre sus manos se posa un reloj de oro que no sigue el compás del corazón; de sus entrañas se promulga el silencio propio de un reloj cuyas manecillas permanecen en reposo. Su mente permanecía en blanco, pero el abrazo de la muerte reavivó las páginas de una historia que llegaba angustiosamente a su final.
No siempre fue viejo, no siempre fue desgraciado e infeliz. En los albores de su juventud gozaba de plena salud, un físico envidiable y una mente prolija. Fue cuando cumplió 25 años que la locura se acerco seductoramente a su raciocinio.
Por aquel entonces, en la plenitud de su carrera profesional, desapareció su jovialidad, su carisma se diluyó y aquel sujeto se transformo en un manojo de ira y agresividad. Un individuo desdeñable. Él lo sabía, sujetando el reloj con ansia, contemplaba cómo el mundo se desarticulaba. El sudor de su frente, sus ojos hinchados, su cabello desordenado, todo ello evidencia de su anarquía frente a “eso”.
No demoró en leer la carta que le anunciaba el despido de la compañía. No la miró con desprecio ni mucho menos con tristeza. Era necesario.
Los que consideraba parientes no comprendían, no escatimaron en tildarlo de loco y lo encerraron en el pabellón donde la cordura, despectivamente, se ausentaba sin reparo.
Él permaneció recluido en medio de locos durante todo el resto de su vida. Los episodios de locura eran bastante particulares. En ciertas ocasiones no dormía durante varios días, para después dormir durante una semana. Nunca comía a la misma hora, su cuerpo era un festival del caos alimenticio. Empero, lo más llamativo de su haber era el hecho de que no podía ver, ni escuchar un reloj. El sólo sonido “tic-tac” desataba en él una ira incontenible, se tornaba violento y agresivo; desgarraba con las uñas las paredes de su cubículo y la más de las veces golpeaba su cabeza contra el muro insistentemente, hasta caer inconsciente.
Con el paso de sus años, él perdió toda noción del tiempo. Olvidó su edad y cualquier fecha relevante. No aceptaba regalos de cumpleaños ni aniversarios. A todos ellos los desconocía.
Hasta el día de su muerte hubo una bagatela que gustó portar con sí. Un pequeño reloj de oro bruñido, muy hermoso por cierto, pero de utilidad nula. Su particularidad era que se había detenido hacía varios lustros; era irreparable y nunca más volvería a marcar la hora con sus diminutas manecillas.
Justo antes de morir, cuando la muerte lo abrazó cariñosamente, gritó asolado, desesperado e iracundo “¡¿Por qué he de morir si la muerte es consecuencia de aquello que no existe para mi?! Dime, demonio, ¿es que acaso has incumplido tu trato, me has jugado una treta y ahora debo ir al infierno?”
No pudo pronunciar una palabra más, un último y frío aliento exhalaron sus pulmones para despedirse de la vida con resignación.
Una vez hubo muerto, mientras una mujer revisaba las pertenencias del hombre, se encontró con una serie de manuscritos, uno de ellos sumamente enigmático, que rezaba:
“Hoy me encontraba en mi finca (no sólo era un académico, sino también un amante de la naturaleza) cuando ante mi apareció un anciano. Pobre hombre, no sabía que hacer, se encontraba desorientado y hambriento. Sin escatimar esfuerzos lo ayudé. Lo alojé en mi casa y le ofrecí comida. Mi angustia se destacaba en los rasgos de mi rostro contraído y nervioso. Parecía que aquel hombre fuera a morir en cualquier instante y frente a mis ojos, incapaces de proferir cura alguna por más cálida que fuese su mirada.
Pero despertó el sol y con él, el alba. Un nuevo día en el que los pájaros cantaban, revoloteaban y chillaban alegres. El anciano se acercó a mi mucho más alentado.
Yo lo contemplaba maravillado, incluso parecía más joven que el día anterior.
Antes de irse me agradeció profundamente la ayuda que le había prestado y me ofreció una retribución. Lo escuché claramente, de eso estoy seguro; dijo ser un demonio –No sabía si reírme o caer presa del pánico- y sus palabras cito en esta hoja: ‘Con mi poder nunca envejecerás, no conocerás la muerte, ni el cansancio, y los días y las noches desaparecerán’ Me entregó su reloj, pequeño y hermoso, parece de oro. No marcaba la hora, pequeño detalle. Al decir del demonio, mientras portará entre mis ropas el artefacto, el tiempo dejaría de existir para mí.”
Entre esos manuscritos había uno que fue escrito en los anales de su vida; explicaba su locura:
Creo que el demonio me ha engañado. Cada signo de tiempo ha seguido existiendo pero, a diferencia de lo que sucedía antes de que me entregara este reloj, ahora cualquier señal de su presencia es una tortura para mi alma, un castigo inclemente para mi cuerpo. El tic-tac de los relojes retumba en mis oídos como una orquesta infernal. He quedado sordo pero el tic-tac sigue siendo un clamor inevitable.
El sólo hecho de ver el envejecimiento de mis carnes me ha dejado ciego. ¿Es qué acaso esa era la única manera de no percibir el tiempo?
Me parece que el demonio me ha jugado una treta y me ha engañado, me ha torturado toda la vida y lo peor es que no puedo desprenderme de ese maldito reloj. Cada vez que intento alejarlo de mí, enloquezco, mi corazón palpita a tal velocidad que siento que va a estallar. La estratagema del diablo ha sido ingeniosa. Me ha tomado por juguete y lleva toda una vida jugando conmigo. ¿He de esperar la muerte, resignado y sin consuelo, como única vía para apaciguar este dolor?
En ese momento se acercó a la mujer un anciano, feo y hambriento, vestido en harapos. Ella, sin dudarlo, desvío su rostro hacía otra parte y le cerró la puerta en la cara.
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