La sepultura de lodo que cegó las vidas de los olvidados se exhibe sin pudor sobre la planicie de un valle recóndito de un país sin nombre, en el cual, sus hombres solían desconocer la belleza y la fortuna; eran una multitud de desgraciados; las manos, manchadas de sangre y dolor, clamaban la compasión de los vientos, que inclementes descargaban su furia sobre la zona; nadie más podía verlos, ni escucharlos, la naturaleza era la única compañía y a ellos sólo les quedaba esperar la muerte.
En el crucero “fénix” viajaba mi esposa, Clara Inés y yo, Juan Martín. Hemos venido a estos impertérritos y profundos territorios con el propósito de instruirnos y estudiar diversos aspectos competentes a la biología del lugar.
Hace pocos días hemos visto dos ángeles llegar; sus rostros perfectos han maravillado al más despectivo de los habitantes, no cabe duda de que no son de este mundo; no se perciben las llagas, ni la fractura de sus pieles producto de las desgracias propias de nuestro mundo. ¿Qué son? ¿Quiénes son?
El crucero se hunde sólo días después a orillas de la selva, la existencia de supervivientes es dudosa; la magnitud de la tragedia es incalculable, muchos científicos viajaban en el navío, al parecer, todos murieron.
Temerosos de acercarnos a los seres divinos, aún guardamos una prudente distancia a sus cuerpos. Al parecer uno de ellos ha despertado y parece aturdido. Hace unos minutos, una de los nuestros osó tocar el rostro del ángel. Quizá sea un ángel perdido, no conoce más que los cielos y presenciar a aquella mujer lo ha aterrorizado porque ha gritado ansiosamente al verla, se ha estremecido y ha pretendido huir.
Aún desconozco cuanto tiempo ha trascurrido desde que vi las llamas consumir el crucero, escuché los gritos, quejidos y lamentos de los pobres compañeros, impotentes ante una muerte casi segura. Desconozco mi paradero, ignoro si Clara Inés está conmigo, pero peor aún, no sé si he despertado en el cielo o en el infierno. La pestilencia derredor es penetrante, insoportable.
Mi mano ha rozado la piel inigualable de una verdadera diosa. La hemos colocado de improviso en una choza de paja de las pocas que construimos en nuestro territorio. No entiendo el porqué de su rostro compungido ahora que ha abierto sus brillantes y azules ojos, se ha arrinconado en un extremo de la choza y mira con desconcierto a todos y a todo.
Estando en un profundo sueño, Clara Inés despertaría rodeada de sujetos extraños. Gritaría aterrada, aún recordando los cuerpos inertes que flotaban en las aguas, la mayoría de ellos quemados por el infernal calor que abrazó el crucero y lo derritió para convertir su otrora imponente estructura en una masa de materia inerte, negruzca, donde no cabían signos de vida. Es posible que lo más aterrador no fuesen los incipientes rostros de los hombres y mujeres que rodeaban, curiosos, a Clara, lo sería el hecho de estar con vida.
Me atarían sobre un mástil viejo, carcomido por el tiempo. Poco antes había despertado sobre hojas secas y siendo contemplado por una mujer curiosa, bastante desagradable. No es la única, a su alrededor hay mucho sujetos mirándome;
me percaté de algo atemorizante: sus facciones expresaban locura, atisbando derredor percibí que algunos de ellos vestían ropas burguesas, anómalas para lo que considero, podría ser una tribu salvaje. ¿Se trataría de unos caníbales que ya habían tomado los ropajes de otros desgraciados que habían muerto bajo sus dentaduras?
Los hemos atado para conocerlos mejor. Parecen renuentes a comunicarse con nosotros, pero no pretendemos dejarlos escapar porque hemos esperado por la llegada de un salvador, un hacedor de milagros que reviva a nuestros familiares y cure nuestras enfermedades. ¿Serán estos enviados por Dios los que nos enseñen todo lo que desconocemos?
Un viejo, encorvado y feo ha levantado la voz y se dirige hacía los dos científicos que miran desconcertados a una pequeña humanidad bastante repugnante.
-Ustedes, que han venido de las turbulentas aguas, dígannos, ¿quiénes son?- exclamó el viejo.
-Somos unos científicos que cruzábamos el río, realizando estudios de biología- declaró un confuso Juan Martín.
Ocurriría que tras una declaración tan certera como esa, sin ánimo de levantar expectativas falsas en todos esos sujetos que los miraban de hito a hito, despertaría el regocijo y los vítores de la barahúnda; se abrazarían unos a otros. Clara alcanzaría a percibir un mohín de incredulidad en los rostros de la mayoría.
Aunque en principio, los dos científicos estaban contentos de estar con vida y no escatimaban momentos para agradecerlo a Dios a través de sus rezos, también estaban un poco atemorizados por su ubicación y los hombres que los habían acogido.
Era incompresible que hubieran reaccionado de esa forma a una declaración que debería haber despertado preocupación de parte de todos ellos.
Ninguno de nosotros ha entendido ni una sola palabra de las que ha dicho aquel ser, ha de ser porque no son de esta tierra y no tenemos nociones para comprender su dialecto.
¡Estamos muy contentos, eso quiere decir que son, indudablemente, los salvadores que hemos esperado por años!.
Pasarían meses, en los cuales, ocurrirían sucesos que resultarían inexplicables para la pareja de intelectuales. Al principio, los dos accedieron gustosos a ilustrar con sus enseñanzas a los habitantes. Ese fue su gesto de agradecimiento hacía esos individuos que los habían rescatado de una muerte inminente. Todos ellos aprendieron a cultivar, e incluso a escribir; aprendieron quién era Dios y comprendieron muchos de los otrora misterios que resguardaba la llanura. Sin embargo, era tal el encanto que transmitían a sus pupilos que, éstos, ansiosos ante la posibilidad de que algún día desaparecieran, los encerraron como a trofeos en una vitrina y los trataron como esclavos.
Prácticamente nos secuestraron, no sé si pueda soportar la inclemencia de sus tratos, aunque al principio parecían gentiles indígenas, ahora parece imposible escapar. Si no morimos en el accidente, quizá muramos aquí por culpa de una banda de locos que nos han considerado dioses – reflexionó Clara, 6 meses después de que arribarán a ese infierno-
Tememos que se nos escapen, hace unos días, el ángel caminó hasta el lejano norte, perdiéndose en el horizonte. Lo hemos atrapado y no pretendemos dejar que se vayan. Suponemos que no tendrán problema alguno en habitar unos reducidos aposentos, maniatados y aislados de una posible escapatoria. Al fin y al cabo son ángeles. Qué problema podrían tener. Ni siquiera sé para que les ofrecemos comida.
Han enloquecido, nos han encerrado en unas jaulas, maniatados y sin más espacio que unos cuantos metros cuadrados. Mis piernas se han entumecido y lo peor de todo es que se niegan a alimentarnos adecuadamente. ¿Estarán temerosos de que los abandonemos? No comprendo muy bien porque se han ensañado contra nosotros. –Juan Martín-
Hace unos días pedimos a los ángeles que hicieran brotar de la tierra los frutos que cultivamos, pero parece que se niegan o no lo pueden hacer. Algunos de los nuestros se han cuestionado y quieren probar si son verdaderos ángeles. A uno de nosotros se le ha ocurrido una brillante idea: si no les damos de comer y sobreviven, no habrá duda de que son ángeles, si no, estaremos seguros de que son unos malditos impostores.
La tribu, sometida a unas intensas lluvias estaba desesperada. Clamaban para que sus ángeles protectores restablecieran la paz de los cielos. Los dos científicos estaban enloqueciendo, tras días sin alimento ni un sitio donde resguardarse de las fuertes ventiscas, habían empezado a enfermar.
Clara Inés murió de neumonía días después. El efecto de tal evento fue turbador. La tribu enloqueció, se transformó en una masa de enardecidos y coléricos animales irracionales; la desesperación se apoderó de su escaso raciocinio. Después de todo, nunca fueron salvadores, no eran seres divinos ni hacedores de milagros. Seguramente se trataba de unos demonios que los querían engañar con astutas estratagemas –espetaban muchos sujetos-.
Un día plomizo, sin vida, donde predominaron los tonos grises y la tristeza en los rostros fue el día en el que una estampida de agua desbordada arremetió contra el valle.
Cuando la tribu de coléricos individuos quiso matar al impostor, la furia de la naturaleza embistió sin contemplaciones el emplazamiento, arrastrando consigo cualquier presencia de vida. Así, el último de los sobrevivientes del ilustre crucero “Fénix” cayó victima de las aguas, antes que de los salvajes desconocidos que habían pretendido salvarlo, lo despellejaran.
El entorno en el que se desarrollaban los hechos era particular. Se trataba de un valle y muy cerca de allí se encontraba un caudaloso río, caracterizado por inundar gran parte de los alrededores una vez llegado el invierno.
La siguiente noticia se publicó 1 año antes en un periódico de la región:
“Ubicado en una zona de vasta vegetación, el manicomio de San Lorenzo se ha caracterizado por su alta seguridad. En el se resguardan los individuos más peligrosos del país. Anoche, tras unos confusos hechos, escaparon 30 de ellos y aún no se ha podido determinar su paradero.”
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