Son las cinco de la tarde y la lluvia cae sobre el mar; pequeñas gotas desapareciendo en la inmortalidad. El cielo se pinta en matices negros, en un conjunto de grises y sombras y claroscuros que acaban en un horizonte sabor cementerio vagante. Hoy, como cualquier otro día, la gente se esconde en sus casas, en sus iglesias, en sus burdeles, en sus secretos. La tierra prometida está lejos y el pueblo selecto yace casi muerto; los hijos de Adán rezongando el derecho de vida que les ha robado la protección sexual. Hoy ha sido asesinado el artista, quien tras confesar sus pecados, camina vacío, respira vacío y sangra en seco. En la iglesia suenan las campanas velando la muerte del artista. Palabras como “fe”, “hogar” y “lealtad” ya insignificantes una vez pronunciadas. Violento, el mar, refleja un cielo negro y un cielo negro se traga al universo.
Muy lejos de ahí, en un jardín paradisíaco, ríe una pequeña niña. Se revuelca entre azucenas, claveles y nuncameolvides. Mariposas van y le hablan de viajes en los desiertos; catarinas le cuentan chistes de osos polares en primavera; iguanas la invitan a tomar el sol sobre camas de rocas colosales. “Mariposa, mariposa”, dice y ríe. Se levanta y las corretea cuando el cielo índigo se abre y empiezan a llover pequeños cristales de tantos colores que es como un gran arco iris impregnado en el aire. En aquel momento todos se detienen y el pasto deja de susurrar; las nubes aguantan la respiración; los cerros se apaciguan; las hormigas dejan de trabajar y todos estáticos admiran el milagro. Sólo una vez cada cien años se puede presenciar la caída de los sentimientos humanos. La lluvia de cristales es casi torrencial y cayendo como suave cascada atómica flotan fe, hogar y lealtad. La niña siente que algo dentro de ella cambia. La empiezan a penetrar alegría, amor, dicha, risa, ilusión y esperanza. Cierra los ojos por la voracidad con la que se infiltran en ella, finalmente encontrando dueño en un ente perfumado con dulzura, inocencia y ternura. Hay una transformación ahí. Finalmente ha llegado el momento; en sus omóplatos se empiezan a formar diminutas alas, un cuerpo emplumado y un destello de luz. La niña, ya no más niña, brilla con una luz interna y emite una calidez de madre, de hermana, de enamorada. Ya no es humana, no es carne ni sangre. Yace radiante ante sus espectadores. Pero cuando todos creen que la lluvia de sentimientos ha acabado, que han presenciado el nacimiento de un nuevo ángel, cae una pequeña esfera negra del cielo. Cae lenta, algo tímida e insegura. Es soledad. Entre los sentimientos muertos de los humanos, soledad fue capaz de llegar hasta el Jardín de las Visitaciones. Es la soledad del artista, último regalo de bodas y primer desprendimiento puro. El jardín entero se ilumina con una explosión mientras resuena una sinfonía celestial en el fondo. Los ángeles han aparecido, arrodillados dentro de su dignidad más justa. Hacía más de mil años que un humano no se había desprendido de su soledad; que no se había entregado tan puro en cuerpo y alma como ofrenda a los cielos.
Hoy no ha nacido otro ángel; hoy por primera vez ha llorado un arcángel.
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