Mira
Cuando echaba un vistazo con aire de preocupación al negro círculo que estaba en frente de sus ojos y el cual para no fallar tenía que observarlo una y otra vez con la minucia con que siempre miró las flores del jardín de su escuela, recordaba graciosamente esas lejanas clases de geometría euclidiana y sonreía, pues su primer profesor, sin un ápice de sonrisa en sus labios y lacónicamente, le reiteraba con proverbiales palabras, que no iba a ser capaz de comprender nunca la importancia de éste ni de ninguna figura geométrica que por cualquier razón se le cruzara en su vida.
─ Las matemáticas no son para ti, ni creo que nunca vas a vivir de ellas ─soltaba su frase socarrona, mientras Aicardo bajaba del paredón de fusilamiento en que se convertía la tarima que todos los alumnos de primaria tenían que alcanzar antes de escribir en ese verde tablero que se tragaba febrilmente toda la fofa tiza blanca y de feos colores claros que el mundo enviaba a la escuela en innumerables cajas pálidas.
Y cuando ese negro círculo tenía que encajarlo con la línea recta ascendente y que partía en dos el paisaje que se apreciaba con su ojo director, pues el otro, cuando esto hacía, lo cerraba como para que no le distrajera su labor al gemelo, venía a la mente ese difícil concepto del número fi(Ø), o del vacío que le repetía casi al oído el cruel maestro. De niño nunca pudo entender el significado esotérico del círculo cruzado por esa vertical, porque hasta ese entonces no había sentido la soledad que después llegaría con la muerte de su padre. Cuando se sintió responsable de su destino y cuando, más aun, vio a su madre tan sola, vino a entender las tediosas tardes de explicaciones en donde todo era absorbido alevosamente por el oscuro túnel de las estériles matemáticas.
Su escuela, retirada tres kilómetros de su casa, era para él una galaxia en donde se encontraba con muchas cosas queridas: los amigos, la maestra de sociales y los jardines, los cuales, para su asombro, se mantenían atiborrados de encantadoras flores.
La maestra, una mujer joven de cuerpo y alma, representaba para Aicardo una musa que desde el primer momento que la vio le desaforó su nervio creativo en el jardín y en el campo de juego, además de un gracioso tic que como un hipo no le abandonaba sino hasta que estaba de regreso en su casa; y lo peor, nunca pudo entender qué era aquello que le arrebataba la respiración. En el cruce de ese negro círculo y esa línea metálicamente recta, Julia venía a colación: ese, su primer amor, cruzaba raudo por su inquieta mente, ahora urgida de estricta concentración.
Los batientes tambores de la política aún no eran escuchados en esa edad primigenia, pues para su fortuna, sufría de sordera infantil y de alejamiento de los problemas de los adultos. Su infancia fue feliz, recordaba alelado cuando un profundo suspiro ascendió y casi lo derriba de su fatigosa posición.
El gris del húmedo piso alcanzaba a mirarlo con el ojo izquierdo, pues el derecho lo tenía muy ocupado, al determinar años atrás, que éste era su ojo director: elaboraba una primitiva circunferencia con el pulgar y el índice de la mano derecha y debajo de él ubicaba el pulgar izquierdo y la sesión se iniciaba al separar el círculo y al cerrar y abrir cada uno de sus ojos. Si cerraba el ojo izquierdo y veía el pulgar, pues su ojo mandante y guía era el derecho, de lo contrario, el izquierdo, el cual, para su bien no lo fue, pues acusaba de ser un poco desobediente al brincarle sin control en sus emocionales momentos, como si cualquier razón de ellos lo pusiera contento.
─Es cuestión de supervivencia el hecho de saber a ciencia cierta con cuál ojo puedes apuntar ─le dijo entre muy serio y comprensivo su mejor compañero de armas en la guerrilla de Guadalupe, el cual también fue arrojado estúpidamente al mar agitado de la guerra. Su vecino y gran amigo de toda la vida también fue su mejor compañero de estudios. Ambos amaron, con ese amor de pañales, a la misma mujer que ahora sólo recuerda Aicardo pues Daniel ya no lo podía hacer al caer abatido por la tronera oficial en una emboscada reciente que quiso hacer en el peor paraje en que pudo pensar el fogoso comandante Dany, el de la guerrilla liberal del sur de Cundinamarca: una explanada casi sin protección de obstáculos naturales.
La incomodidad de su posición no parecía importarle, pues yacía en ese manojo de tejas de la catedral con el agua como un surtidor a sus espaldas. Los grises días y la lluvia lo atraían como la luz a los insectos. De niño, su madre acostumbraba a ponerle un sobre abrigo cuando salía para la escuela, el mismo que arrancaba de su cuerpo y abandonaba en su salón de clases, y con más arrojo cuando veía venir del horizonte lejano esos negros nubarrones que lo inundaban todo y lo hacían sentir vivo cuando dejaban caer su furiosas bocanadas de gruesas gotas sobre ese frío paisaje cundinamarqués.
La lucha por la tierra en todos los rincones del país, la colonización imparable de las agrestes llanuras y cordilleras que realizaban vastas capas de la población en procura de un mejor futuro, y el deseo del Estado de unificar la nación con un solo pensamiento, avivó el espíritu cicatero y tenebroso de sinnúmero de hombres de gran poder económico. Desde los partidos, desde el púlpito, desde el gobierno se lanzó la mejor campaña de los nuevos heraldos de la posesión, como si quisieran hacer de ese rincón del planeta, un nuevo feudo, con señores feudales y rey a bordo.
─ ¿Por qué, por qué lo llevan preso? ─gritaba su madre atorada la voz en su garganta por el dolor que le producía la mirada triste de su marido, la cual transparentaba un profundo decaimiento, una gran perturbación.
─ No se lo lleven, suéltenlo ─le aullaba Aicardo a sus dieciséis años, con esa voz aun chillona, como queriendo vomitar sus pulmones por la boca que temblaba, cual si estuviera en el páramo más alto del planeta, a ese cuerpo policial que energúmeno arrastraba a su progenitor,
Doce días más tarde encontró el cadáver de su padre en un estado deplorable, carcomido por las aves de rapiña y horriblemente carbonizado. La mayor desgracia en esos aciagos momentos le devino cuando el médico legista alcanzó a narrarle los últimos minutos de vida de quien había sido su héroe: había sido estrangulado cuando su cuerpo cayó pesadamente tras haber sido levantado en andas por varios hombres y haber puesto una gruesa cuerda en su garganta, la misma que empleó tantas veces para arrear su ganado y para cantarle a su ñaña de toda la vida, esas inolvidables canciones de cuna. Bajado su cuerpo, se descargó sobre él la furia de la gasolina. Todo indica que aquello fue un convite para sus captores, pues las botellas de licor que se hallaron al pie del cadáver, así lo confirmaban. La temperatura solar lo encogió un poco, pues en su féretro sólo alcanzó a medir ciento setenta centímetros, cuando en vida había sido un corpulento hombre de seis pies de alto con noventa y cinco kilos a bordo, la mayoría de ellos en su vetusta panza de papá Noel. Sus pecados, los mayores, fue hacerse liberal por tradición, lograr buenas tierras en la colonización de los años treinta y no frecuentar la iglesia, lo cual generaba en el conservador pope del pueblo una animadversión que rayaba en lo cómico.
─ Mijo es mejor que visites la Iglesia de vez en cuando pues el pulpitazo no te falta todos los domingos. Para el cura eres un apóstata sin redención.
─ A ese godo sinvergüenza no me apetece visitarlo. Tal vez cuando se muera o se vaya del pueblo, voy a echarme mis rezaditas, mientras tanto lo hago en mi casa ─le respondía cada que Socorro le reiteraba la súplica estratégica de no faltar a ese recinto religioso.
La pasión, la codicia y el odio, al dominar la escena nacional barrió con honores de sepulcro la mejor figura de entonces: Jorge Eliécer Gaitán, prohombre liberal de estentórea voz y gran caudillo de los hombres desterrados, de los hombres silenciados, de los de humildes ropajes o de los perseguidos por sus ideas o simplemente por sus terquedades. Cayó un nueve de Abril, en ese día inundado de neblina, de esa fría Bogotá, aposento de lo más culto y lo más digno del país, cuyo cielo nueveabrileño se adelantó al llanto colectivo, ayudando a la borrasca popular que se desgajó como la rama más grande y pesada de un viejo árbol que se resiste a morir.
─Mataron a Gaitán ─fue el grito aterrador de esa masa que en su dolor, sólo pensó en vengar la muerte del prohombre y borrar de tajo ese terrible anatema que ahora se cernía sobre ellos, los más humildes.
─Mataron a Gaitán ─gritó Socorro, que ahora veía en los ojos de su hijo, la muerte repetida de su esposo.
─Madre, salgamos de esta trampa, que nos van a matar a todos.
─Ve tú primero hijo mío, que yo iré más tarde, pues tú corres más peligro que yo ─le respondió aquella que no alcanzaría a salir del círculo infernal de la pasión partidista y del abismo de la locura.
Cuando caminaba con los cien hombres de Guadalupe, por allá en la infinita llanura, supo de la muerte de su madre, y para su mal, también llegó a sus oídos la peor versión de los últimos instantes de su permanencia en este planeta. Su odio se acrecentó, sin increparlo artificialmente, como la sombra de una gran roca en un día brillante cuyo sol al final de la tarde cae con arrebato de héroe mortalmente herido. Este le aupó las mil y una emboscadas en que con gran coraje participó hasta destripar minuciosamente las entrañas de ese ejército de ocupación en que se había convertido la milicia de su país. Por orden del comando superior de la guerrilla liberal, fue trasladado a Cundinamarca y desde allí organizó la resistencia del noreste del departamento.
Parapetado, asegurando esa respiración que quería salir de su cuerpo como un río desbordado, mojado hasta la médula, disgustado consigo mismo, pues nunca se perdonó el haber creído que los chulavitas iban a respetar a la buena de su madre, se aprestaba a disparar el último cartucho que le quedaba de la refriega que había tenido con el bastión de cuerpo armado que dirigía y que había perdido treinta millas atrás, treinta y seis horas antes, cuando se disponía a avanzar a la tierra en donde se hallaba ese coronel de la policía que había asesinado a sus padres, o que por lo menos, había participado con gran desparpajo en el festín de su muerte.
Lo sabía con la suficiente antelación: la rutina de ese hombre consistía en salir de la catedral a las ocho de la mañana, después de rezar las mismas oraciones, con la misma pose de santurrón que proyectaba en la comunidad para lograr los votos que, como hábil político, buscaba cosechar en ella cuando las circunstancias de violencia amainaran.
Se aprestaba a disparar el último cartucho, ese mismo que con urgencia de moribundo le había encomendado a la Virgen del Carmen y a las almas benditas de sus padres para que no errara, así, y esto lo tenía claro, fuera lo último que hiciera. El agua que escurría por las tejas, se acumulaba en sus pies que, como represa, alcanzaban a detenerla, y solo la dejaba libre, cuando sentía que esta trepaba imparablemente hasta el pequeño agujero que tenía en la bota derecha a la altura del talón─ adquirido al cruzar el vetusto encerramiento con alambre de púa de la finca del conservador ese que acostumbraba a reunir los pájaros de la región en su casa, antes de matarle con un certero disparo en el corazón─, y la inundaba irremediablemente. Había llegado a la torre principal, agazapado cual felino y protegido por el torrencial aguacero de toda la noche, que como un buen cómplice, se desató en esa provincia lejana de la capital del país.
Ese hombre que ordenó la muerte terrible de sus progenitores pasaría en unos minutos caminando por la pantanosa calle siempre y cuando la información de los hombres de inteligencia de su diezmado ejército se ajustara a la objetividad de la rutina de la presunta devoción del cristiano verdugo, cuando indagaron en días pasados sobre sus movimientos, trastocados en sencillos campesinos de ruana y machete al cinto.
“Ojalá sus premoniciones fueran ciertas”, pensó minutos antes de descerrajar su anhelado disparo a la cabeza de su feroz enemigo, previa mirada panorámica con su ojo director por esa mira que evocaba el vacío de las matemáticas y que sería el brazo vengador de su odio, retenido en su juvenil desboque, por la disciplina militar de Guadalupe.
La vertical caída de pájaro fue recibida con asombro por todos los feligreses que a esa hora salían de la sacrosanta misa azul de su pueblo, pues antes de que el cuerpo de guardaespaldas le asestara en la mitad de la frente un balazo demoledor, habían visto a un grueso muchacho de veintitrés años vociferar de pié y a todo pulmón su impotencia por el tiro que no cumplió su amortajado propósito.
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