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Ceilán

La noche era una juerga. El aire silbaba recordándole a Heriberto la canción de cuna de su madre. La cerveza se agitaba como si quisiera salirse apresuradamente de ese férreo apretón que sus callosas manos hacían en la garganta fría del envase y evitar así su ahorcamiento. Heriberto bailaba el bambuco importado que su vecino el huilense interpretaba al son del tiple. Esa avioneta había volado bajo y les había dicho, en pequeños papeles, que esa guerra no era contra ellos, sino que por el contrario era contra los mismísimos enemigos de Cristo Rey, es decir, hablaba de esos enmontados bandoleros que sólo asaltaban ciudades y pueblos para su propio beneficio. Días antes, todos, en un abrir y cerrar de ojos, ante la amenaza de los pájaros, de esos que mataban por encargo como si fueran los mismísimos heraldos de la muerte, se habían armado apresuradamente con lo primero que encontraron en sus casas: viejas escopetas, machetes, azadones, cualquier cosa que les proporcionara seguridad. Esos papeles que arrojó la avioneta decían cosas alentadoras.

—No moriré aun —le dijo a su mujer—. De esta nos salvamos Matilde.
—Así sea — le respondió con un cierto dejo de escepticismo.
— ¿Qué temes? ¿Acaso crees que es un engaño?
—No puedo dejar de pensar en esos torrentes de muertos por acá cerca —le contestó aún con la mirada perdida en esa lejanía de montañas verdes y grises que, emboscadas como dos gigantes, aseguraban la entrada al pueblo.
—Ellos no se atreverían a engañarnos, no ves que esos escritos están firmados por el mismísimo general Rojas y ese es de los buenos según me han dicho.
— Buenos, malos, ¿qué diferencia hace en esta guerra tan sucia?
— Mucha, porque en algo debemos confiar. Hasta me atrevería a hacerles una propuesta de ayudarles en la persecución de esos forajidos que dicen ellos que están azotando pueblos y ciudades.
—Te tragaste el sapo entero, es lo que veo —le dijo la mujer antes de pararse.

Los bares abrieron ruidosamente en la noche, con las mejores rancheras y lo mejor que tenían en su repertorio. La muchedumbre se movía como lo hacen los grandes animales en celo: se mecían los unos a los otros imparablemente, pues el espacio en esa plaza, cuyo piso era un barro de color cenizo, era suficientemente pequeño como para tener que hacerlo.

Matilde se fue para su casa y se quedó plácidamente dormida mientras Heriberto daba cuenta de ese alcohol que pasaba por su gargüero como cuando el agua pasa por el radiador de un carro ad portas de recalentarse. El calor del baile y de la alegría hicieron que él se quedara sin un trazo de saliva y la cerveza venía a suplir esa falta. La lluvia, compañera artificiosa de cuanta alegría popular se celebra en el mundo al descubierto, ese día no faltó, se hizo presente pero no espantó a la muchachada ni a los más viejos. Allí en medio de la plaza se quedaron dormidos como si el frío, la lluvia y el pantano fueran sus mejores acompañantes en esa díscola noche. A nadie le importó que medio pueblo se revolcara y vomitara lo mejor de sus tripas. Heriberto lo hizo bien, los acompañó a todos con sus eructos interminables y sus arcadas insoportables. Bueno, para ese entonces, a nadie le importaba, pues todos yacían como buenos cerditos embebidos de alegría antes de la cena de fin de año.

En el mediodía, del día anterior, todo el pueblo decidió, por votación, enviar sendas patrullas a revisar los alrededores, para cerciorarse de aquello que informaba esa propaganda que había llegado del cielo. Nada, absolutamente nada se había visto. Por encanto se habían ido las hordas que los asediaban. Era cierto todo lo que allí se decía. Pasaron a la última votación: celebrar, sí o no, ese regalo de Dios.

Los hombres que difícilmente se sostenían fueron los únicos que hicieron la pequeña detente a ese ejército arrollador que llegó con dinamita y con miles de fusiles pidiendo la cabeza de esos bandidos que en su entresueño morían bajo sus balas.

Matilde, desangrada, agonizaba en su lecho acompañada de su pequeña, tras alcanzarla un petardo que por un maldito azar del destino, cayó cerca de su cama. Mientras moría, pensaba con dolor en su postrero escepticismo: “Si me hubiera creído, hubiera vivido quizás un día más”

El río, pródigo de peces, pasó a ser un río ahíto de ruanas y de campesinos que dormían el último de sus sueños bajo sus aguas, cuyo matiz alcanzó por siempre el rojizo oscuro de sus sangres y de sus jóvenes y ardientes edades. El pueblo y sus alrededores fueron teñidos con ese inmemorable azul……ese azul que huele a incienso.

Texto agregado el 26-09-2006, y leído por 309 visitantes. (1 voto)


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