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Capítulo 1: Inicios de la tradición de dejarse mensajes en la calle.

Para variar, iba atrasada.
Había esperado por casi media hora el llamado de Emilia, entretanto quejándose de por qué no le había comprado tarjeta al celular, siempre es necesario en estos casos de emergencia, porque esta era una auténtica emergencia, estos eventos no se dan todos los días y justo cuando uno menos se lo espera, quiere hacer una llamada y sale la señorita “usted-no-tiene-saldo-suficiente”… pero ya no valía la pena lamentarse. Cuando el reloj dio las 6.30 a.m. no pudo esperar más y corrió hasta la estación de metro donde habían quedado de encontrarse, otra vez quejándose pero ahora de por qué no existía una maquinita que nos clonara para estar en varios lugares al mismo tiempo, del estado de las veredas, seguro que un día de estos se le quedaba atorado un taco y nadie respondería por ello, de quién diseña estas calles que son un laberinto y pérdida de tiempo.
En fin, entre surtidas quejas y reclamos, contra las compañías telefónicas y los ineficientes científicos, llegó a la estación del metro, sin aún recibir la tan esperada llamada. Abrió su cartera para sacar dinero y comprar el boleto, le costó bastante encontrar el monedero, fue ahí cuando la vio, una hoja inmaculada, brillante como la nieve, papel salvador. Lo alzó victoriosa mientras la gente la miraba con cara de qué le pasa a esta loca, con un lápiz de ojos escribió el conciso pero preciso mensaje: ya lo hice.

Lo dejó en un lugar visible para Emilia, en la boletería cerca del vendedor de boletos que más atractivo le parecía, luego corrió desesperada para alcanzar el vagón de metro que pronto le cerraría la puerta en la cara. Ahí quedó maldiciendo al chofer, al metro, al Estado y hasta a Dios mismo por permitir tanta maldad en un mismo planeta.

Emilia llegó media hora después, con el rimel corrido deseando llorar sobre el hombro de su amiga. Subió por inercia las escaleras, viendo el suelo para evitar las miradas de compasión de la gente, sentirse patética era lo que menos deseaba en ese momento. Estaba casi llegando a la calle cuando algo le llamó la atención… no conocía a ese vendedor de boletos y para qué negarlo, por mucha que fuera su tristeza el tipo estaba bueno, había que reconocerlo. Fue entonces cuando vio la nota que le dejó su amiga, la leyó una y otra vez intentado explicar como era posible que las dos al mismo tiempo hubiesen asesinado al mismo hombre, en situaciones distintas.

De los crímenes no quedo mayor evidencia que la nota a Emilia, lanzada al suelo cerca de un pordiosero. Tampoco hubo mayor explicación para la simultaneidad de los asesinatos, ambas dieron por hecho que alguna de las dos había matado al hombre equivocado pero como ninguna quería adjudicarse la muerte de un inocente no le dieron mayores vueltas al caso.

En el mismo vagón de Emilia, dos puertas mas adelante iba Marcos, un tipo debilucho y bastante pálido, a quien su cara de preocupación no lo ayudaba a ser más atractivo. Viajaba absorto en sus pensamientos afirmado del pasamanos, casi no se baja del metro si no es porque alguien le pega un empujón en la desesperación por conseguir asiento.

Sin saber muy bien adonde ir siguió a la masa, pensando que así llegaría a la salida más cercana, pero se equivocó y terminó haciendo combinación para ir al otro extremo de Santiago. Volvió avergonzado donde antes lo había dejado el metro y vio un letrero sobre él: Salida.

Llegaba casi a la calle cuando, en el suelo cerca de un mendigo que tintineaba su taza metálica, encontró una señal, el papel más hermoso que en su vida hubiese visto, decía con letras que parecían ser propias de un espíritu celestial: ya lo hice.

Se despojó de su cara de preocupación para gritar de felicidad, para saludar al mendigo, a la señora de los diarios y hasta al vendedor del carrito. Desde hoy sus problemas estaban solucionados por obra divina, ya no tenía porque más preocuparse, la vida ahora le sonreía y estaba dispuesto a disfrutarlo.

Caminó un par de cuadras y se encontró un billete de cinco mil pesos, abandonado a la suerte y crueldad de la calle, no lo pensó dos veces y se detuvo a recoger el billete, con el cual, una cuadra más allá se compró unos lentes de sol que a su parecer eran propios de un tipo a quien la vida le iluminaba. Le parecía que con cada paso el sol era más brillante, que todo lo que se propusiera en la vida con éxito lo iba a lograr. Se detuvo en una vitrina para contemplar lo que según él era un cuerpo bendecido por Dios, se guiñó un ojo y siguió caminando, cual galán latino, macho recio y señor virilidad. Iba en eso cuando de los cielos cae una nueva señal, más cremosa que la anterior y también más desagradable, una caca de paloma que acabó con su buena suerte porque en los cinco minutos siguientes lo asaltaron, casi lo atropellan y volvió a la cara de preocupación, ahora más desdichado que nunca, odiando a todas las supuestas divinidades, a las señales y a las palomas.

Casualmente, tras la vitrina que presenció la racha de suerte y galantería de Marcos, el tipo des-afortunado, se encontraba Estefanía, quien a pesar de su miopía pudo ver a quien sería el amor de su vida. Torpe en el primer reaccionar no supo que hacer, tropezó con la silla y cayó al suelo en un inútil intento por seguirlo, cuando llegó a la puerta su galán ya había desaparecido.

La pobre y triste Estefanía, con el corazón roto fue a llorar al baño, entre lágrimas, hipo y mocos decidió tomar la decisión de su vida, sería modelo.
Ahora, lo más difícil, qué agencia la aceptaría con sus lentes, las rodillas chuecas y la sonrisa que mas bien se parecía a una mueca.
Aún así se mantuvo firme en la más importante decisión de su vida, la carrera del modelaje tendría que abrirse un espacio para ella, le gustara o no porque nada le haría cambiar de idea.

Con paso firme fue a enfrentar agencia por agencia, en todas recibía un rechazo o un vuelva más tarde, portazos en la cara y una que otra risotada humillante acompañada de un sincero consejo: dedícate a otra cosa niña, esto no es lo tuyo.

Con la autoestima por el suelo fue a sentarse a una banca, alejada de todos donde nadie se pudiera reír de su fealdad. Pero antes de llegar tropezó con una caja y lo que le quedaba de dignidad cayó de golpe al suelo junto con su adolorido trasero. Cuando sintió que las cosas no podían ser peores, alguien estalló en risas.
Estaba a punto de llorar, no se lo esperaba, pero una mano se acercó para ayudarla a ponerse de pie. Esa mano tenía dueño, en tipo vestido deportivamente que había sacado a pasear a su perrito Ernesto. Dijo tener una agencia de modelos, que ella era justo la imagen que estaba buscando, la alineación de los hombros perfecta y la tez ideal. También dijo que lo llamara al día siguiente a las 3 de la tarde para ponerse de acuerdo para una sesión de fotos.

Estefanía creía que se estaba burlando de ella, lo que menos le hacía falta, un ataque más a su desgracia, aún así estaba a las 3 de la tarde junto al teléfono al día siguiente.
Todo resultó bastante bien, mejor de lo que se esperaba, de hecho. Sus fotos recorrieron el mundo como la niña nerd que de un día para otro se hizo popular modelando zapatillas y jeans al estilo pop star.

Pero volviendo al hecho de la risa, aquella que parecía ser la guinda de la cereza en la humillación a Estefanía, en realidad provenía de un hombre despojado de su sanidad mental quien se ni siquiera se había percatado de alguna caída siquiera. Estaba concentrado en seguir a las aves en vuelo, de contar las hojas de los árboles y de estudiar minuciosamente el cielo. Era capaz de decir aproximadamente las horas según la tonalidad del cielo, sabía cuando llovería y cuando el sol estaría más benéfico. Por eso le causó tanta gracia ver una nube con forma de payaso. Podía distinguir claramente la sonrisa burlona y los ojos animados.

Ante tal imagen su única reacción fue danzar, imitando a un payaso. Se movía ágilmente, al compás de una canción imaginaria estiraba piernas y brazos, saltaba feliz, asustando a las señoras que venían de la feria con sus carros.

Este espectáculo terminó cuando por primera vez en muchos años bajó la vista del cielo para ver su mano, más arrugada de lo que recordaba, envejecida por los años. Se dio cuenta de cómo el tiempo pasaba, y peor aún, que lo afectaba a él, un hombre que había dedicado la mayor parte de su vida a la contemplación de los cielos, a esa vida perfecta y libre de errores, a ese mundo ilimitado. Se revisó a sí mismo minuciosamente, esta inspección habrá durado al menos una hora, fue a la hora y cuarto cuando tras una serie de inexplicables conclusiones descubrió el problema, sus pies al suelo estaban pegados.

En otro dilema cayó, el de ser humano, no podía huir a esa condición, tampoco soportaba la idea de envejecer como todos. Fue entonces cuando una fatal idea lo iluminó, volaría sobre los tejados como aquellas aves a las que por tanto tiempo había admirado.
Subió las escaleras más interminables en Santiago, llegó a la gris azotea. Estaba oscureciendo, lo sabía por el tono lila del cielo, y sin pensarlo más en cuerpo y alma se entregó a la vida que tanto añoraba.

Paralelamente en una estación de metro apareció, una hoja blanca, casi brillante, de características divinas y de origen inimaginable, en ella las letras del hombre ave: ya lo hice.

Impaciente, le quedaban pocos minutos si no quería llegar atrasado, tomó la primera hoja que encontró botada en la estación, estaba escrita por un lado pero no le dio mayor importancia y escribió: nos vemos a las 2 en el puente. Lo dejó en un lugar visible y corrió a alcanzar el vagón que le cerró la puerta en la cara, y ahí quedó maldiciendo al chofer, al Estado y a Dios por poner tanta maldad junta en un mismo planeta.

Texto agregado el 25-09-2006, y leído por 133 visitantes. (0 votos)


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