3 y media de la mañana de un sábado cualquiera; Miguel caminaba bajo el delicado goteo de la garúa limeña, esa garúa que muchas veces es confundida con el rocío de las 4 de la mañana. Iba pateando un envase plástico de gaseosa sin mirar a los costados, concentrándose en la siguiente patada que le propinaría a la magullada botella, pensando en el frío que le entraba por la piel por una chompa bastante delgada como para el húmedo clima de Lima.
Dio la vuelta en una esquina para toparse con un vigilante nocturno, sentado en su silla de plástico blanca, cubierto hasta las orejas con una frazada de lana de alpaca, una chalina que le daba unas 5 vueltas al cuello, las piernas estiradas impidiendo el paso por la acera, la gorra cubriéndole la cabeza de la garúa invernal y exhalando unos ronquidos que bien pudieron despertar a toda la cuadra. Que mierda de gente, cruzó a la acera de enfrente evitando despertar al cansado guachimán y continuó su camino con dirección al hogar, a su cálida casa, a sus sábanas limpias.
Los tragos le empezaron a afectar los sentidos. Había estado tomando desde las 5 de la tarde con unos amigos de la universidad, se había escabullido del examen de filosofía que hubo ocurrido unas 7 horas atrás y se refugió entre botellas color ámbar y cigarrillos de 3 por un Nuevo Sol, entre conversaciones triviales con los amigachos de la vida universitaria y la flaca a quien estaba afanando desde hacía 3 meses pero de la cual solo recibía besos fortuitos y abrazos sin compromiso. El alcohol le hacía recordar su infancia, en las mañanas frías como esa en las que su mamá se despertaba muy temprano para tenerle un desayuno balanceado y siempre caliente sobre la mesa para cuando bajara antes de salir para el Nido donde estudiaba a sus 4 años.
Se detuvo frente a la puerta de su casa buscando las llaves en el bolsillo derecho del pantalón y la resaca del humo de la marihuana fumada le venía desde el centro del cerebro, se cogió la cabeza aun rebuscando en sus pantalones una llave que nunca encontró por acordarse de que había dejado la mochila con todas sus cosas dentro en el auto del Chino; bajó del porche y el hincón de la cabeza hizo a sus piernas ceder y caer sobre el pasto húmedo, nuevamente la imagen de su madre ayudándolo a levantarse sobre ese mismo jardín le vino a la mente, se vio con tan solo 6 años, en pantalones cortos y con la pierna rasgada y sangrando, su madre a su lado limpiándole la herida, primero con agua luego con alcohol y soplándole para que no le ardiera, un par de besos en la zona afectada y milagrosamente volvía a jugar como si nada hubiera pasado. Se levantó del suelo, limpió su ropa y caminó rodeando la casa buscando una ventana abierta por donde entrar a esa hora en la que ya empezaban a cantar los pajaritos.
Una ventana abierta de la cocina fue su salvación; descorrió el pestillo de la ventana e ingresó después de haberse sacado los zapatos y haberlos lanzado sobre una de las sillas. Se dirigió a la puerta y nuevamente el dolor en las sienes le hicieron perder el equilibrio y por poco caer desplomado al piso. Se agarró del repostero con fuerza y un escalofrío le recorrió el cuerpo; la bajada estaba reventándole la cabeza y no veía el momento de llegar a su cama y tumbarse en ella. Era un dolor espantoso y recordó aquella vez en que su madre la pasó sin dormir porque él ardía en fiebre a la misma hora que el reloj marcaba en ese momento 14 años atrás y en la cual estuvo a punto de irse de este mundo.
Subió las escaleras con sigilo, caminó por el pequeño corredor que daba a las habitaciones y el dolor se le iba incrementando con cada paso que daba, la vista se le nublaba, las imágenes se difuminaban en sus pupilas y aparecían colores extraños sobre su cabeza; el dolor le seguía punzando los costados de la cabeza, llegó a la puerta de su habitación y como una penitencia giró la llave, el olor a guardado exhaló su veneno por tener las ventanas cerradas. Sentía la cabeza reventar cuando se dirigía al cajón del velador donde guardaba sus objetos personales, ese en donde su madre le guardaba sus cuentos favoritos solo para que Miguel los tuviera al alcance de su mano, ese velador en donde su mamá le guardaba dulces y chocolates para cuando tuviera hambre o algún antojo por las tardes después del colegio; rebuscó hasta el doble fondo que había colocado con la ayuda de un martillo y un par de clavos pero no encontró el paquete de coca que había estado guardado hasta esa mañana, recordó que lo había sacado y lo había consumido en la reunión de la cual volvía.
Estaba sentado en el borde de su cama pensando como calmar su ansiedad por fumarse un troncho, por inhalar un par de líneas de cloro o inyectarse algo de heroína. El efecto de la bajada y la droga en su cabeza le hacía tambalearse, temblaba como si el frío le calara los huesos, su cuerpo hacía un vaivén a manera de porfiado, sus ojos enrojecidos le pedían saciar la nefasta decisión de insertar algo de droga en su cuerpo. No podía más, se puso en pie como si un resorte le hubiera sido accionado en su interior y abrió la puerta, caminó por el pasillo hasta la habitación en donde descansaba su madre. Tocó la cerradura, vislumbró su imagen de niño asustadizo abriendo esa puerta para internarse en el blando mundo de las sábanas de mamá por no poder dormir, abrió la puerta con delicadeza para no molestar el sueño de su progenitora, ingresó sigilosamente y la vio acostada, con una mano en el pecho y la otra a su lado, tan delicada, tan transparente, tan su madre. Ver esa imagen lo hizo acercarse a ella, agachó su delgado cuerpo y la besó en la frente, le dio ese mismo beso que le daba todas las noches antes de irse a dormir y después de que su padre abandonara el hogar, cayó de rodillas al suelo sollozando, pensando en todos los momentos de sacrificio que le había brindado esa mujer, pensando en que él era un pedazo de esa criatura celestial que reposaba plácidamente en aquella cama. Lloró unos instantes arrodillado en el piso, se mordió los labios porque el dolor en la cabeza seguía retorciéndole el cerebro, trató de buscar protección entre los brazos de su madre como lo hubiera hecho a la edad de 9 años pero se detuvo, se puso en pie, se inclinó sobre su mamá y le dio un beso en la frente nuevamente mientras dormía. Le pidió perdón por su vida y por como la había tratado indiferentemente durante todo ese tiempo y salió de la habitación con el dolor de cabeza que le agujereaba los tímpanos con un sonido agudo y un nudo en la garganta.
Ya fuera del dormitorio, cerró la puerta y se apoyó en la pared, exhaló con fuerza el aire de sus pulmones, limpió sus lágrimas con la manga de su casaca. Miró al techo buscando una plegaria que no llegó, bajó la mirada y rebuscó en el interior de la cartera que había tomado de la mesa de noche de su madre a ver si encontraba algo de dinero para poder calmar con alguna droga, a esas horas del amanecer, el dolor en sus sienes. |