Una Extraña Persona I
El júbilo se siente orgullosamente representado por los niños que todos los días, rondando la misma hora, visitan con asidua intransigencia el vasto parque. Se puede percibir, casi tocar, un ambiente de perfecta armonía. Solo una cosa los preocupa, y hay que estar muy atentos para descubrirlo, se trata de una persona con aires de ermitaño, el perfecto retrato de un intelectual entregado a los vacuos placeres, o lo que es lo mismo, alguien de no fiar. Los infantes parecen absortos en sus juegos, sin embargo, uno a uno, en diversos momentos y con una discreción de abuelos, dirigen una mirada escrutadora y vigilante al lugar donde siempre se ubica. Pasó el tiempo, sin que ellos lo notaran, sin que el mundo lo notara, ese transformador beligerante de todo, ese que impavido observaba la inocente alegría de los retoños, no pudiendo cambiar esos instantes de pavor que ellos sentían al dirigir su cabeza hacia la que bautizaron, sencillamente, una extraña persona. Un día, al cumplir con su monótona y displicente rutina, no divisaron al culpable de sus etéreas turbaciones, y, contrario a lo que hasta ellos mismos pudieran pensar, la tranquilidad tan anhelada no apareció, por el contrario, los antiguos regocijos se pusieron al nivel de las mecánicas soeces y gélidas acciones adultas. De vuelta a sus hogares hicieron un silencioso pacto que aprobaron con sus cómplices y satisfechas miradas. No volverían a, lo que desde ese momento le llamaron ellos, un extraño lugar.
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