Desilusión
Hoy es su cumpleaños, pero no de nacimiento, sino de su marcha de este mundo. Es posible haya sido la primera mujer de la qué me enamoré. Esa mañana como a las once llegaron dos vecinas a mi casa, llevaban una lista, era una colecta, lo tradicional para ayudar a financiar los funerales y enfermedades, solidaridad de pobres; mi madre salió a la puerta ¿Para quién? Preguntó. la Luz del pasaje cuatro – dijeron- ¿Qué le pasó? preguntó mi madre, secándose las manos en su delantal. Una fuerte infección fue vecina. Mi madre sacó el dinero que tenía en su monedero, hizo mentalmente las cuentas y lo que sobró lo puso en la lista. No es mucha la plata que tengo, mi viejo está sin trabajo. -dijo mi madre con un poco de vergüenza- Lo que sea servirá para los gastos. Y se marcharon a golpear la puerta de la casa vecina. Mi madre se entró.
Su nombre no era común, por lo qué supe de inmediato de quién se trataba, ellas dijeron que aún no la habían traído desde el hospital donde murió, así que esperé para ir a verla.
La veía caminar todos los días cuando se iba a su trabajo, era a eso de las seis de la tarde y regresaba en la mañana cuando el sol ya estaba alto, muchas veces volvía antes de que amaneciera, eran las mañanas en que no la veía llegar. Nunca me saludaba, y es que apenas era un niño de doce años, ella tenía más de veinte.
Hasta el día que falleció, tuve la certeza de que ella era enfermera, en el velorio sufrí una desilusión que me duró algún tiempo, ahí lo supe; en el entierro y mientras la velaban. Aunque se conversaba en voz baja, algo se escuchaba entre chiste y chisme ¿De dónde vendrá la costumbre de contar chistes rojos en los velorios?
Se siente trote de caballos, es la carroza tirada por cuatro corceles negros, la carroza también negra, tules negros como cortinas, en el centro del carruaje un ataúd del mismo color. Detrás viene un auto en el que van los papás de la Lucecita.
- ¡Mami, pasó la carroza!. ¿Puedo ir a verla?
- Tas loco, si ni siquiera te has lavado la cara, límpiate y después vas.
Me voy a ir a buscar a los chiquillos para ir con ellos. Mañana la van a enterrar, trataré de ir al cementerio.
Hoy, con tantos años a cuestas, la imagen que guardo de Luz está intacta, alta y delgada - quizá yo la veía así – sus piernas ascendían rectas, verticales al suelo que pisaba, sus senos no eran grandes, morena de alegre sonrisa. Me impactó verla por la ventanilla del negro ataúd, tan serena y triste a la vez, sentí deseos de llorar. pero ¿Por qué? Se iban a preguntar.
Habían varias señoras lloronas sentadas y pegadas a los tres muros de la habitación en donde decenas de velas alumbraban y calentaban el ambiente.
Varias veces me acerqué a ver su rostro, yo estaba triste por su partida. Las lloronas de cuando en cuando dejaban las lágrimas y hablaban muy bajo, mas bien cuchicheaban, miraban hacia la muerta y se persignaban, a ratos sonaba un ¡Ave María Purísima, Dios la tenga en su reino!
Cuando ella venía donde mi mamá siempre la veía linda, pero, se reía de mí, se burlaba porque la miraba, me pedía le regalara mis pestañas, yo me iba para mi cama, allí soñaba que me daba un beso, claro nunca lo hizo, le gustaba como mi mamá le arreglaba la ropa. Otras veces venía con su madre, ella, que la llora tanto decía que su niña la ayudaba tanto con la casa, desde que trabajaba cuidando enfermos nunca les había faltado el dinero para comer. La lucecita, la abrazaba y besaba sus canas, me gustaba como trataba a su mamá.
Debe ser complicado cuidar enfermos, a mi papá nadie lo cuida, sólo mi mami y yo que tengo que comprarles los remedios a la hora que sea, claro, los otros enfermos han de ser ricos como para pagar.
En aquellos días, los cortejos aún se hacían en carrozas tiradas por caballos, negras para los mayores, blancas para los angelitos. A eso de las tres de la tarde se presentó el cochero y su acompañante, ambos de riguroso negros, solo sus camisas eran blancas, vestían frac, entraron conversaron con el padre de Luz e iniciaron el retiro de las cosas: candelabros de bronces, el gran crucifijo que estaba a la cabeza del cajón. Colocaron todo en una caja que iba abajo del carruaje, luego comenzaron a colgar las coronas. Dejó de ser negra la carroza, todos los colores se agolparon en los doseles. El cura había hecho una misa y roció con agua bendita el ataúd.
El padre de la niña, sus dos hijos y un amigo se colocaron a cada lado, levantaron la caja y comenzaron a caminar lentamente hasta salir de la casa, hasta que la subieron a la carroza.
No va ni mi papi ni mi madre al cementerio, pero, me dieron permiso. Parece que mi mami supiera lo que me pasaba con ella, y claro, si me veía cada tarde sentarme abajo del poste de la calle y me entraba con algún signo de tristeza ya que no había pasado, ahora sé que hace diez días la llevaron al hospital y la dejaron internada, la mamá pasaba cada tarde camino del hospital, no llevaba nada. Un día mi papi le preguntó por la hija y ella le dijo que estaba en el hospital de infecciosos, mi papi no dijo nada. La madre, bajó la cabeza y siguió. Pareciera temía mirar de frente a los vecinos.
Recuerdo que luego de colocar a la Lucecita en la carroza, los cocheros tomaron el resto de cosas y también las metieron dentro de la carroza, los negros caballos pateaban el pavimento. Y llegó el eterno acompañante de los cortejos, algunos les decíamos “el loco” y es que llegaba vestido de corredor de Maratón, pantalón corto, zapatillas y polera sin mangas, se colocaba a la par de los caballos, que esta vez eran cuatro. Cuando el padre y la madre, subieron al primer auto, nosotros subimos a la micro y los niños nos fuimos al asiento trasero. Partió la carroza y lentamente los autos y micro, por las ventanas abiertas aún oíamos el llanto de la madre.
El viento me despeina, trato de luchar contra el aire que se mete por la ventanilla abierta, pero, gana y la cabeza queda totalmente despeinada. El corredor va a la altura de los caballos, su trote es parejo, mis amigos se ríen de él, alguna apuesta se cruza para ver hasta donde llegará corriendo, deben haber unos diez kilómetros entre la casa y el cementerio. La miré por última vez antes de que cerraran el cajón, seguía linda, vi que tenía algunas manchas en su rostro y cuello. No la veré nunca más pasar frente a la casa, yo no me molestará con las pestañas, siento pena y pienso en la muerte ¿y si me fuese? ¿Me querría allá arriba o tampoco me miraría?.
Las lloronas seguían cuchicheando en la micro, alguna sonreía, estaban como para un film con algún cuento de García Márquez, oí a una que le decía a otra, ¿Cuidar enfermos de noche? La mamá está enferma si le creímos, cerca del Hotel Valdivia estaba el enfermo que ella cuidaba.
—Sí vecina –decía otra de las lloronas- y le pagaban bien por el cuidado, si yo me enteré ayer no más, no creía, pero el Angelito, mi niño, la vio varias veces.—¿Y qué andaba haciendo por allá el Ángel?
—Trabajando poh vecina.
—Sí, vecina, pero usted me dijo que su Angelito trabaja por allá por San Bernardo, harto lejos andaba de su trabajo. Y se trenzaron en un discusión las viejas mal habladas ¿Qué les importaba de que había muerto mi Lucecita? Hipócritas, habían llorado los dos días del velatorio. Y abrazaban a la mamá de la Luz y ahora le sacan el cuero, solo la madre y el padre de la lucecita eran los únicos que sabían como se vivía en su casa.
Allá se ve la cúpula de la entrada, es el cementerio, iré al final de la procesión, el papa sacó la urna de la carroza, los hijos le ayudaron, están haciendo los trámites, su mamá está abrazada al cajón negro, llora, voy a tomarle la mano, tiene las manos heladas. Gracias hijo, también la querías y la Luz te molestaba, cuídate mucho niño.
Cuando llegamos, vi que al corredor sentado en la cuneta al lado de los caballos, no entró al campo santo, se quedó ahí, luego subió a la micro para regresar en ella, dicen era una promesa por la muerte de su familia. Caminamos por las avenidas del cementerio. Iba yo mirando los grandes mausoleos, pero, la marcha no se detenía, llegamos a los patios con sepulturas en la tierra, ahí dejaríamos a la Luz del Carmen –ahí supe que era su segundo nombre- el papá tuvo que sujetar a su mujer que deseaba irse con la hija. El lanzó el primer puñado de tierra, luego los hermanos. Me acerqué con cuidado, miré como iba tapándose de tierra el cajón tomé un puñado de tierra y lo lancé, luego robe una rosa una corona y se la tiré al lado de donde quedaría su rostro. A pesar de su belleza era pobre, así que le correspondió una sepultura en la tierra, había una cruz botada y en ella su nombre, fecha de nacimiento y de muerte, 21 años alcanzó a vivir.
Ahora nos volvemos a la población, nunca más la veré, y las señoras lloronas tanto que sollozaban y rezaban ¿Para qué? Si se van a ir pelando en la micro, se nota que no la querían.
Cuando regresamos, me fui a mi casa, mi mami se alegró de que llegase.-
En la micro las viejas hablaban ya en voz más alta, como para que todos oyesen.
¿Cuidar enfermos? -Dijo una- Puta era. Y por ello se enfermó, la castigó Dios con la sifilis.
—Mami
—¿Sí, hijo?
—¿Es verdad que era puta la lucecita?
—No sé hijo y no importa eso, lo que hacía puede no haber sido lindo, sólo ayudaba a sus padres que no tienen trabajo.
—¿Por ello lo hacía mami?
—Sí, por ello vendía su cuerpo, tal como la Pancha vende las manzanas y naranjas en la feria. Ve a jugar.
— Hijo
— ¿Qué mami?
— Ella te quería.
De: putas tristes, de barrios pobres, de vida corta.
Curiche Septiembre 2006 |