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—!Marina! ¡No te hagas la dormida y ven a jugar!

Nunca entendí por qué Marina dormía tanto. Contrario a ella, yo era una niña incansable. Se me hacía difícil aceptar que los juegos, según comenzaban, tenían que terminar. Por eso me fastidiaba tanto que mi madre los interrumpiera para la comida, el baño, las tareas de la escuela, dormir o lo que fuera. De no haber sido por eso, mis juegos jamás hubiesen terminado y seguramente, hasta el sol de hoy, estaría despertando a Marina para jugar con ella.

Pero Marina no tenía las mismas energías. No bien empezábamos a jugar y se cansaba. Especialmente, cuando brincábamos la cuerda.

—Ya mismo regreso, Vale. Mamá dijo que a las tres, fuera a comer —me explicaba.

Entonces no me quedaba más remedio que seguir jugando sola, hasta que aburrida, iba a su casa a buscarla. La encontraba como siempre, haciéndose la dormida.

—¡Sé que te haces! Ven, vamos a vestir las muñecas.

Sabía que una invitación a jugar con las muñecas era un anzuelo seguro para que Marina saliera disparada de la cama y me siguiera. Entonces yo corría y ella trataba en vano de alcanzarme. Siempre tropezábamos con los arbustos del jardín y su mamá, que siempre nos vigilaba, nos lanzaba regaños por no tener cuidado. ¡Hasta esas reprimendas me divertían!

Llegábamos a mi casa con la lengua por fuera, y enseguida nos lanzábamos contra el baúl buscando como locas a Dorotea y a Camila y los vestiditos de colores que mi mamá les cosía con los retazos que sobraban de los nuestros.

Marina era la mamá de Dorotea, la muñeca negra, como ella. La mía era Camila, blanca como yo.

—Doña Marina, venga con Dorotea a tomarse un cafecito —le decía.

—Sí, comadre. Ahora mismo termino de vestir a la niña y para allá voy. Llevaré unas galletas de esas que le gustan tanto.

Y en esas conversaciones, imitando las costumbres de nuestras madres, nos pasábamos largas horas.

No imaginaba mis días sin Marina. Éramos las únicas niñas de nuestra edad en todo el barrio. Aquel lugar nos quedaba chico para tantos juegos y travesuras.

Un día, quise hacer un pacto con Marina.

—Marina, cuando te cases y tengas una hija, quiero en verdad ser la madrina.

Marina se echó a reír.

—¿Casarme yo? Nunca dejaré de ser niña. Mami dice que las niñas no pueden casarse.

—Pero... ¿cómo dices? ¿no piensas crecer?

—No imagino mi nombre en una persona grande.

—Yo tampoco el mío, pero tenemos que crecer.

—¿Para qué?

—Pues... no sé... pero todos los niños crecen.

—Todos, menos yo.

—¡No se puede ser niña para siempre!

—¡Yo sí podré! ¡Un día te irás de esta vecindad, y cuando regreses crecida, casada y con niñas, lo verás!

—Pero...es que a mí no me dejarán quedarme pequeña. Mami dice que tengo que crecer y llegar a ser alguien importante.

—Porque tú, sí serás grande, yo no. Yo me quedaré chiquita.

Aquellas palabras de Marina me confundieron tanto, que esa misma tarde dejé a un lado mis juegos y fui a preguntarle a mamá si lo que mi amiga decía era cierto.

—¡Qué ocurrencias tiene Marina! —respondió muerta de risa.

No entendía qué le hacía tanta gracia. Aquello para mí era un asunto muy serio. Esa noche apenas dormí pensando en lo que sucedería si ella cumplía su promesa:

"Si Marina no crece, y yo sí, no podremos seguir siendo amigas. Nunca he visto que la gente grande sea amiga de los niños. Por lo menos no los he visto jugar con las muñecas y mucho menos se les ocurre bautizarlas. Es más, ni siquiera se compran muñecas. Jamás se sientan a inventar historias y fantasías mientras toman un café imaginario en tazas diminutas. Tampoco hacen las cosas que hacemos los pequeños: Saltar la cuerda sin cansarse, correr en círculos hasta marearse, ni cantar canciones mientras brincamos por la acera".

Tenía que convencer a Marina para que cambiara de opinión. Mi mamá me tenía prohibido quedarme niña. Siempre me lo repetía:

—¡Tienes que crecer, Valeria!

No sé por cuánto tiempo importuné a Marina con el mismo tema. Pero ella insistió en su idea.

Nunca me percaté dónde fue que dejé a la niña que vestía muñecas con su entrañable amiga. Pero hoy, después de tantos años, al regresar a la casa donde habité con mis padres, me han llegado de pronto los recuerdos...

Afuera las nubes decidieron liberar a la lluvia. La fuerza del viento me obliga a despegar los ojos de las fotos en las paredes y miro por el cristal de la ventana. Desde aquí alcanzo a ver la callecita que me llevaba hasta la casa de Marina. Ahora es sólo una débil casa de concreto a la que el tiempo ha curtido de sombras y angustias. No es la primera vez que vuelve a mí la imagen de mi madre, caminando junto a mí, en aquella tarde lluviosa. Íbamos a visitar a Marina.

Llevaba días sin verla. Mami me había explicado que era porque su papá, que no vivía con ella, se la había llevado unos días de vacaciones. Recuerdo que esa semana tuve que vestir a Dorotea y a Camila y tomar el café sola. Inventé canciones y poemas para no extrañarla tanto.

¡Pero Marina ya estaba de vuelta! Cuando al fin entré a su casa, la vi como siempre, haciéndose la dormida.

—¡Marina! ¡No te hagas y ven a jugar! —grité—. —¡Vamos a vestir las muñecas!

Salí corriendo, pero al darme cuenta de que ella no me seguía, volteé. Vi que mamá y todos a su alrededor estaban llorando. Me acerqué a Marina y noté que estaba muy dormida; parecía como si también hubiese llorado. Pero por su mejilla bajaba una sola lágrima...una lágrima roja. Sentí entonces unos deseos enormes de llorar...

—¡Marina! —grité más fuerte—. —¡No te hagas! Mira, voy a casa a buscar a Dorotea y a Camila.

Mamá me agarró del brazo y entre sollozos me dijo:

—Marina no se está haciendo, Valeria.

Mientras mamá me explicaba, yo miraba absorta la gota roja que parecía adherida al rostro de mi amiga. Era una lágrima de sangre. No comprendía nada y lo comprendía todo al mismo tiempo. Miles de imágenes se volcaron de pronto en mi pensamiento, sucediéndose una tras otra, tras otra: las tazas de café imaginadas, Dorotea y Camila, los vestidos multicolores, las risas, las travesuras y el cansancio de Marina cuando brincábamos la cuerda. También escuchaba el eco de su voz diciéndome:

—¡Nunca dejaré de ser niña!

Afuera la lluvia arreciaba como hoy. Sentí frío, y me cobijé en el regazo de mi madre. No quería ver más el rostro dormido de mi amiga y fijé mis ojos en las gotas de lluvia que podía ver a través de la ventana; rebotaban y se perdían entre las hojas de los arbustos en los que tantas veces y a propósito tropezábamos.

Esa tarde comprendí, que mi destino era crecer y convertirme en adulta, mientras Marina se alejaba por los senderos de una niñez plena, vistiendo muñecas blancas y negras, y brincaría las cuerdas del cielo sin cansarse jamás.

Texto agregado el 24-09-2006, y leído por 846 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
03-12-2006 ahhh los misterios qeu uno no entiende en la niñez...y en la adultez no los aceptas...es duro...bella forma de hablar de esto que puede ser tran triste...mas para quien lo vive de cerca...estrellas vienen a adornar tu cuento lluviadeverano
05-11-2006 Es una historía deliciosa, ágil y bien contada, con las frescura que un cuento necesita para no decaer en la lectura. ENHORABUENA. leante
02-11-2006 Tristemente bueno. Otro_Jota
28-10-2006 Me encanto. Fue un placer leer este gran relato. FENIXABSOLUTO
26-10-2006 llegabas a tu casa con la lengua afuera Marina no te hagas vamos avestir las muñecas.. la lluvia y las ganas de permanecer niña.. con una muñeca negra y otra rubia, viajas tambien con el sonido del tiempo, las flores ha crecido y tu canto tambien.. mis cinco votos Juan_ Juan_Poeta
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