Siento mi estómago a punto de estallar. La cabeza me da vueltas.


Mi respiración agitada: de repente, dos “pum, pums” azotados como cañonazos en mi pecho. Después, nada, deja de latir. Siento que me ahogo y tengo que tomar una bocanada de aire muy larga para notar el oxígeno dentro de mis pulmones.


Estoy nerviosa e inquieta, pero me siento tan cansada que no puedo siquiera incorporarme de la cama. Solo levantarme a tomar agua supone un esfuerzo considerable.

Doy vueltas sobre mí misma mientras me hago un ovillo bajo las sábanas.


Boca seca, muy seca. Arcadas. Y angustia.


Hace exactamente 49 horas que mi cuerpo dejó de poseer esa sustancia necesaria: la insulina.


Estoy hecha un trapo.


Necesito vomitar.


¡Necesito insulina!



Vacío...



Vacío...



Vacío...



...Y este Dolor Tan Interno...


Siempre en el mismo círculo vicioso. Siempre la misma fotografía. Y la misma esquela...


Este abismo me lleva a la inexistencia de mi propia existencia. Mi alma tiene límites (o no). Pero mi alma se rompe, se rasga, se araña, se despedaza. Por momentos. Por instantes. Por segundos. Por fragmentos.


Pero la vida sigue...


Y todo gira... Y gira... Y gira...