El sol tibio que asomaba por la ventana la despertó, estiró la mano y se encontró con su silueta desnuda, el aroma a sexo aún lo perfumaba.
Lo abrazó por la cintura besó su oreja izquierda, la saboreó, se entretuvo jugando con ella.
El simulaba estar dormida, como un gato mimoso se acomodó en el hueco de su cuerpo formando así ambos una figura homogénea, equilibrada, armónica, encajando el uno en el otro.
Sus manos empezaron a peregrinar por su silueta, la yema de sus dedos se encontraron con sus pies, los fue palpando uno a uno, al tiempo que un cosquilleo incipiente comenzó a recorrerlo suavemente.
Besó uno a uno sus dedos, lamió el pié desde las uñas hasta el tobillo y siguió subiendo despacio, saboreando la dulzura de su piel, mientras esa boca y esas manos exploraban cada imperfección, hendidura que su anatomía le entregaba, lentamente las hormigas se fueron desperezando y deambulando por su terreno, despabilando a su paso sus sentidos. Su respiración lenta se fue agitando, sus latidos se hicieron más perceptibles, el sudor mojaba las sábanas, el olor que emanaba su sexo y los gemidos fugados impregnaban el aire. Un temblor fuerte sacudió su cuerpo.
La calma volvió a apoderarse de ella, guardando celosamente ese sabor cautivante.
Ese placer ególatra, pero a la vez compartido lo contagió a él, desafiándolo a librar otro encuentro.
Con su olfato diestro fue siguiendo el rastro de su presa, su lengua idónea fue catando los sabores desprendidos, los dedos hábiles exploraban sus puntos vulnerables hasta hechizar a su caza; su miembro enhiesto se fue abriendo camino en esa tupida selva, moviéndose como una serpiente rastrera derribando tabiques hasta alojarse en su escondrijo, una vez allí comenzó el festín.
Con sus manos fuertes sujetó su manjar, degustó la carne fresca cual animal hambriento mordisqueando cada trozo, devorándolo, sorbió cada gota de su jugo, se regocijó hasta saciar su voracidad, una vez pleno y a la vez vacío se tendió a su lado hasta quedarse dormido.