El soldado alzó su cabeza sobre la trinchera para poder observar lo que ocurría, y con espanto vio que el enemigo avanzaba implacablemente con hombres y máquinas directamente hasta donde él estaba.
Tomó su fusil, las pocas balas que aún le quedaban y alertó a los cuatro compañeros que aún permanecían con vida, y saltando de su posición corrió cuesta abajo en retirada protegido por la noche y la colina que atrás dejaba.
Cuando hubo avanzado unos doscientos metros y bajo un martillar de balas que parecían morderle los oídos, encontró otra trinchera, la que solo era ocupada por un par de cuerpos inertes. Rápidamente se refugió en ella, esperó algunos segundos a que el fuego se hiciese menos frecuente y levantó la cabeza fuera de su posición para poder encontrar a sus amigos y adivinar la ubicación de sus adversarios.
Bajo la luz de las explosiones logró divisar los cuerpos de sus camaradas regados en el camino hacia donde él estaba. No habían tenido su misma suerte. Había quedado absolutamente solo. Era hasta aquí el único sobreviviente del glorioso batallón 36, aquel que contaba más victorias de las que cualquiera pudiese recordar. Victorias que rayaban incluso en la leyenda, como cuando él mismo, junto a otros cuatro elegidos, habían logrado capturar una fortificación enemiga y hacer prisioneros a todo el alto mando del lugar sin recibir siquiera algún rasguño.
Entre la mezcla de amargura, impotencia y temor que en ese instante sentía, solo lograba pensar en su hogar. Se sabía a minutos del final, y en su mente solo estaban las imágenes del lugar de toda su vida. Podía ver claramente las praderas siempre verdes, los árboles frutales, que en esta época debían ya estar llenándose de flores para en el verano entregar sus producciones. Veía los animales y por supuesto a sus fieles mascotas. Los ojos azules del rostro de su esposa estaban con él siempre, pero ahora se le hacía aún más vivo y pensaba en la promesa hecha el día de haber marchado hacia el horror de la guerra “Antes que termine el verano, estaré de vuelta contigo”. Se sentía desconsolado por tener la certeza de no cumplir con ese juramento. Le parecía escuchar las risas de sus niños junto al río donde cada tarde de sol corrían juntos a bañarse. Fue justamente aquí pensando en su esposa y en sus hijos que se lanzó este juramento “Esta noche, lograré encontrar la manera para salir de aquí rumbo a los míos”.
Estaba en estos pensamientos cuando al alzar la cabeza para mirar al enemigo, ocurrió el milagro.
En toda aquella desolación, en aquel lugar de muerte y podredumbre era imposible que nada vivo creciese desde el suelo tantas veces arrasado. Pero allí, y en contra de toda lógica, justo frente a sus ojos y por encima de su trinchera lo vio. Un magnífico trébol se alzaba firme, vigoroso y testarudamente aferrado al suelo. Nuestro amigo no lo podía creer, y más todavía cuando lo observó con mayor detención, no solo era un trébol común, sino que era uno de cuatro hojas.
Imposible se dijo, esto solo podía ser una señal del cielo.
Lo tomo con toda su decisión, lo acercó a su pecho y pidió el deseo con todas la exhaustas fuerzas que aún le quedaban.
“Amigo trébol, haz que esta noche pueda salir volando de aquí hasta mi casa”.
A pesar de lo precaria de su situación, aquella señal lo hacía estar completamente seguro y confiado de que su anhelo se cumpliría sin fallar. Incluso el temor desapareció de su corazón y daba gracias de antemano a Dios por la bendición que le venía.
Seguro de su buena fortuna, tomo su trébol en la mano y echó otro vistazo al campo de batalla. Increíblemente las balas habían cesado, no se veían los tanques y los soldados enemigos parecían haberse esfumado. Se incorporó para ver mejor y cerciorarse que ya todos se habían marchado. Así era, el peligro había acabado. Se llevó a la boca su mágico amigo y lo beso para darle las gracias.
De pronto sintió dos pinchazos en su pecho, era como si dos pequeños insectos le hubieren picado al mismo tiempo. Comenzó a sentir un calor muy agradable en el pecho y noto que su camisa comenzaba a sentirse muy húmeda. Las piernas le comenzaron a flaquear y se sintió algo mareado, por lo que se sentó en suelo para descansar y finalmente se recostó para poder mirar ese cielo lleno de estrellas. Estrellas que le recordaban las noches en los campos de su hogar junto a su esposa. Solo una que otra nube de humo proveniente de la batalla empañaba en algo aquel magnífico espectáculo.
Finalmente sus ojos se comenzaron lentamente a cerrar y de pronto, la promesa de su genio de cuatro hojas, se empezó a hacer realidad.
Se sintió más liviano que el aire, estaba en completa paz y libertad. Miró por última vez la desolación que había en el suelo y luego, siguiendo las estrellas, emprendió el camino a su hogar…
M.A.
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