Miñimbo llegó a casa un día gris, un día aciago, ese tipo de días en que quisiéramos no haber despertado, y se quedó con nosotros en contra de mi voluntad, a mi nadie me preguntó si yo lo quería con nosotros, éramos 8 hermanos y ya era suficiente guerra el lograr un sitial de referencia en la jerarquía fraterna para tener que lidiar con un nuevo frente de batalla.
A mi madre no le eran suficientes 8 hijos, necesitaba siempre más, parecía que su corazón era demasiado grande y no podía ser llenado por sus retoños que ya eran muchos, así que siempre había un extraño viviendo entre nosotros, pero Miñimbo era el colmo, había entrado a nuestra familia con el altísimo rango de hijo adoptivo, yo no podía aceptar esto.
Desde el primer momento comencé a estudiar todos los movimientos del extraño, debía conocer a fondo sus debilidades para poder atacarle, así que le espiaba día y noche aunque al día siguiente fuera victima del cansancio en la escuela y me quedara dormido en mi pupitre a la hora del recreo, llevaba un diario detallado de las costumbres del intruso, conocí las terribles marcas en su cuerpo, hoy comprendo que eran huellas de pasadas torturas, malditas torturas infringidas en el cuerpo enclenque de un ser desvalido y privado de los más esenciales derechos de un niño. Miñimbo era huérfano, su padre había desaparecido con su barco pesquero en una noche tormentosa, la barca partió de puerto escondido una bella tarde de Abril, y nunca más se supo de él, lo engulló una de esas terribles tormentas que a veces asolan las bellas aguas del caribe, la madre murió de desesperanza, de nostalgia, de lluvia e insolación al quedar rígida para siempre frente a las aguas del mar, esperando que este le devolviera a su compañero de vida, compañero que el bravío océano jamás le devolvió. El destino cruel nos envió al huérfano, en un gesto de amor de mis padres que yo en mi inocencia no pude comprender, por medio de estratagemas se lo quitaron a sus tíos, para que ya no lo torturaran más, porque en aquel hogar de reclusión forzada Miñimbo era una boca más y por tanto un estorbo, eco de las más terribles injusticias que pudieran infringirse a un ser de la misma sangre. Mi madre acogió al niño con una ternura que me golpeaba la cara, que me humillaba tremendamente, yo no podía aceptar que tendría que pactar con mis enemigos cotidianos, mis tres hermanos menores, aquellos que siempre estaban entre las piernas de mi madre, quitándome un anhelo que aun hoy anida en mi corazón, el de abrazar a la autora de mis días sin competencias, sintiéndola sola para mi. Mis hermanos mayores no eran problema, ellos ya eran independientes según mi manera de ver, y al contrario que yo anhelaban un momento libre de la mirada supervisora de mamá, la llamaban Juan Vicente, como aquel celebre dictador venezolano ya que siempre estaba dictando reglas y leyes domesticas que defendía con fiera entereza, los mayores gozaban de secretos ignotos y vedados al profano, incluyéndome yo, profano era todo aquel que se consideraba por debajo de la adolescencia. También eran mis enemigos, pero al menos no se metían conmigo.
Descubrí que Miñimbo era adicto a la melaza de caña, así que comencé a urdir un macabro plan, ya que la melaza caliente no despide ningún vapor, calenté una cuchara llena de melaza, y cada vez que él entraba a la cocina la dejaba al alcance de su mano, tardó en caer, pero como cualquier niño de pueblo un día no pudo vencer la tentación, tomó la larga cuchara de madera y en un rápido gesto la llevó a su boca, quizás para que nadie le viera, pero yo si vi sus ojos desorbitados, yo si oí su desgarrador alarido, yo si le vi correr por la vega que daba al patio de nuestra casa para nunca más volver.
Mis padres fueron a todas partes, pero no pudieron hallarle, en las noches se sentaban en el acogedor porche de nuestra casa a conversar de la triste historia de Miñimbo, y yo escurrido en las piernas de mi madre, sin la competencia de mis 3 hermanos menores disfrutaba de mi amarga victoria, mi mamá me acogió entre sus piernas porque yo me parecía a él, y yo lloraba en silencio mi maldad mientras oía las historias de incontables palizas, de quemaduras con agua caliente, de partiduras de boca y nariz, todo porque era el hijo de un desaparecido y de una mujer que murió de dolor, Miñimbo salió de mi vida, pero el destino se aseguró de que yo no pudiera olvidarlo jamás, aquel oscuro día logré echarlo, pero la culpa se aseguró de clavar su recuerdo para siempre en mi corazón
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