Aquella noche dormitaba intranquilo, por alguna razón algo no me deja liberarme de una lejana obsesión que me retenía allí cumpliendo una absurda condena, me sentía tan fallido entonces, estaba cayendo en el infierno, me abrasaba con un fuego que no quema pero que supone un tormento sin fin, la voz atroz de un hombre me muestra las estancias del terror, de la muerte que no cesa, mis recuerdos me acompañan en la bajada mientras los veo alejarse, ascienden al firmamento donde no llego porque siempre seré el único que no ha sido perdonado por ella, ella que está recibiéndolos en el paraíso está también allí, conmigo, acosándome con su dulce voz y el hombre que sigue mostrándome estancias de tortura, mi propia desolación.
Me hace daño, me hiere pero no sé con que arma, me duele pero está frente a mi sonriendo con las manos vacías, se desangra, y el hombre sigue mostrándome habitaciones donde me clava aquellas punzantes y ardientes y frías armas que no tiene. Me apresa por el cuello y me besa, me quiere devorar pero no está ahogándome está frente a mi y me mira riendo con su boca monstruosa, me toca con sus manos y estas me cortan suavemente mientras camina, va delante mío mostrándome cada entresijo, camina doliéndose como yo, un cabello lacio sale de su cabeza tiznada entonces lo reconozco soy yo mismo, al final llegamos a una cavidad oscura pero tan hermosa que caigo al suelo, exhausto, retorciéndome sin fuerzas de dolor. Aquella luz celeste de un cielo nocturno que me toca filtrándose a través del hueco del techo, los testigos de nuestro amor imperan en el universo salvados, y ella nos invita a entrar en su reino. Su voz se cierne sobre mí antes de que descubra que el monstruo de mi mismo me devora las entrañas pero para entonces me cae una lágrima y ella me besa quemándome la cara con su fuego de estrella.