Me confieso cómplice de la duda y provocadora nata del abandono. Ratifico mi intención de vivir permanentemente en una ola de fuego y de calibrar con ojo ciego los peligros de la entrega.
Mi corta trayectoria de bípeda se compensa con una colección de huellas que rozan lo esperpéntico, y casi pierdo el equilibrio cuando algún alma errante me tienta con cuestiones que requieren precedentes. Nunca me gustaron las explicaciones como justificaciones aleatorias de burdas decisiones, prefiero la magia del impulso.
¿Presumo de pasado? Quizás todo se resuma a mi humor negro, tan negro que resulta de una simpleza incomprensible, pero tan comprensible al fin que me sonrojo con lo revelador de mis declaraciones. Como un disfraz de payaso para tomar la última copa, un paraguas en verano, las alas del interno, la sangre del maniquí, como aquello que obviamos a pesar de clavarnos el saberlo en una pared de engaño, así continúo sin abandonar el cruce.
Cada cierto tiempo gusto de descender (¿o ascender?) a lo más oscuro de lo oscuro, y saludo a unas sombras ebrias de desilusión cuya melancolía, de color naranja y azul, me brinda el impulso necesario –tal vez mercenario- hacia el absurdo y me sitúa de nuevo en la realidad. Tragedia y tiempo acaban dando comedia, recuérdenlo.
Al fin y al cabo, no sé si quiero confesarme o mantener el misterio, la pose de personaje trágico, el fantasma de la ópera en programación de noche, borrachera, vela encendida, canción triste en triste bar, un motivo para encender el siguiente cigarro y mirar a mil kilómetros de distancia el mundo que me roza casi con repulsión.
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