La casa es vieja
y tiene tres plantas.
La tercera es de servicio,
habitación que antes era
solo para los criados.
Pero los tiempos cambiaron
y hoy está alquilada.
Tiene, por lo que se ve
una puerta siempre abierta
y una ventana que no cierra,
una escalera a ella lleva
con un pequeño descanso,
que es todo lo que él necesita.
Apenas el sol asoma
comienza su diario rito.
Primero saca una mesa,
cuadrada, de madera,
vieja mesa de bar, seguro.
Luego acomoda dos sillas,
una de espaldas a la puerta,
otra mirando al sol, que asoma.
Coloca un mantel a cuadros
y sobre el, un plato enlozado
frente a la silla soleada.
Luego trae el mate y la pava,
humeante la pequeña caldera.
Se sienta de espaldas a la puerta,
despliega el diario, solemne,
y tranquilamente matea.
Nunca lo he visto tomar
ni un mendrugo de pan
del plato enlozado.
Dentro de su campera azul
y sus pantalones gastados
solamente matea
sobre la mesa apoyado.
El color crema de las paredes
con el tiempo, parece descascararse,
acompañandolo callado.
Su calva se fue ampliando
frente a la silla soleada.
Un año entero lo he visto
haciendo en cada mañana
el mismo rito sagrado,
liturgia de hombre solo,
de diario desayunador,
que cree estar acompañado
por el que un día fue su amor,
y para quien guarda,
cada mañana,
la silla soleada. |