- Y de repente todo se calla: la Luna se calla, la Noche se calla, los perros se callan. Y entonces es como si las nubes formasen un rostro que se me queda viendo Doctor.
- ¿Y cómo es ese rostro Eugenio? - El Doctor no captaba.
Eugenio permaneció callado durante un rato. Disfrutaba con obtener un poco de atención; de hacer alarde de su propia imaginación, de llevar la mente del psiquiatra a terrenos insospechados. Era un contrincante, un duelo, para ser más claros; un juego, para ser mejor. El Doctor daría el veredicto: O Eugenio estaba capacitado o no estaba capacitado. A Eugenio no le importaba estar capacitado o no. "Cuestión de Honor" le habrían dicho sus padres, pero Eugenio no funcionaba con esa clase de honor. Lo único que le interesaba era alargar el juego lo máximo posible, mantener el engaño hasta que...
- ¿Y cómo es ese rostro Eugenio? - Preguntó pacientemente el Doctor.
- Es como yo, Doctor Andrade, es como yo, pero distinto.
- ¿Distinto Eugenio? ¿Cómo es eso?
Eugenio sonrió.
- Más completo, Doctor, más completo que yo.
- ¿Sabes Eugenio lo que le sucede a los individuos que no son dados como capaces?
- Sí, Doctor, que los largan directamente al incinerador. Que no hay suficiente alimento para abastecer a la humanidad. Que el humano como tal ha perdido sus derechos como humanidad después de todos los experimentos genéticos y que sencillamente la sociedad funcional no perderá ni su tiempo ni su labor con todos aquellos que no sean capaces. Que no es su culpa - de usted, Doctor - y que es el estigma de los tiempos. Conozco bien todos los discursos Doctor.
El edificio era una mole blanca en armonía geométrica con todas las otras moles que ocupaban el centro de la ciudad circular.
Eugenio desde la terraza de espera observó como las tonalidades de color variaban hasta el horizonte circular. El castaño metálico de la zona comercial, el verde vegetal de la zona recreacional, el rojo de antaño de la zona residencial y más allá de la periferia de la ciudad, el inmenso desierto. Y, retrotrayéndose, las máquinas de bombeo de la escasa agua, las autopistas entubaddas como gigantescas venas de un extraño organismo gigantesco ajeno a todo que era el mismo. Los obreros, los comerciantes, los altos ejecutivos en los altos rascacielos blancos y geométricos que componían, como en una pintura abstracta, el centro de la ciudad. El sol teñía todo de rojo y Eugenio pudo imaginarse a los niños correr de la zona recreacional hasta sus casas, todas iguales. La intuición había sido cambiada por la memorización de números.
Una palmada confiada en la espalda.
- Una ciudad segura Eugenio.
- Un ente seguro, Doctor.
El transporte se aparcó en lo alto del rascacielo con el silencioso movimiento del velo retirado a una novia tímida.
Un paso seguro sin leer la señal.
Los incineradores funcionaban a partir de las ocho, hasta puntualmente las doce de la noche. Hora en la que todo calla, la Luna se calla, la Noche se calla, los perros se callan.
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