Hasta ayer, aún no había pensado en el brillo que tienen sus ojos. Ese brillo que ya no me pertenece, pero que sin embargo será mío para siempre.
La primera vez que los ví brillar por mi, en aquella tarde de invierno, y que a pesar de estar oscuro alumbraban mi camino hacia sus besos.
O la primera vez que le dije “Te Amo”, saltó de su sitio hasta donde yo estaba y nada más de mirarla sentí el fuego de esas dos antorchas iluminar toda mi mañana.
Aquella noche de octubre y en la intimidad de una habitación alquilada nos conocimos al desnudo, y a pesar de estar sus párpados cerrados, sus ojos resplandecían encandilando mi alma.
Aquel verano en ciudad ajena, a medio camino de ambos. Ella llegaba siempre primero y en la terminal me esperaba, y al por fin encontrarme en su mirada, mi voz se quedaba muda, hasta que el sabor de sus labios la despertaba.
El siguiente mayo dimos el paso. Cuando al brazo de su padre la ví llegar, me pareció que jamás había visto una criatura mas bella, y me pareció que jamás me sentí tan hermosamente pequeño. Junto a la marcha nupcial y a las miles de luces que por sus ojos escapaban, la recibí en el altar. Sentí mi mundo crecer, sentí mi vida ser completada.
Luna de miel en el mar. Mucho de habitación y poco de arena y playa.
“La vida juega contigo amigo”, esa fue la última vez que junto a ella disfruté del sol y del agua. En adelante, el trabajo, las obligaciones, el cansancio y la rutina fueron apagando su alma. Y esos tremendos faroles no me regalaron más de esa luz infinita que por sus ojos saltaba.
Hoy y después de muchos inviernos, sus ojos ahora están puestos en otros paisajes, es seguramente de otro el gozo de disfrutar de ese brillo y de esa alma. Pero para mi consuelo, el recuerdo de esa mirada, el fulgor de aquellos años hermosos serán solo míos. Aunque me digan que ya no me pertenecen, cada noche volverán a mi esas dos perlas raras. Será mi vicio prohibido, o de muerte mi dulce sentencia.
M.A.
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