En las cumbres doradas del inmenso cielo estaba ella, reposada, tranquila. Ella esperaba mi llegada, yo venía a galope con pasión intensa y ella me seguía esperando, pensativa.
Desbordaba mi alegría al verla. Yo iba pintando mil paisajes para su deleite, ambientaba con música los destellos fogosos de la intensidad solar y ella esperaba.
Me encargué de que todo fuera perfecto, puse a quemar el incienso de las flores, sus matices me atontaban, ¡Qué colores!, y con la cabeza entre sus manos ella aguardaba: dulce, eterna, deliciosa...
Ordené a las bellas bailarinas: ¡Bailen! Y hagan las delicias de aquella dama que me espera.
Ella silenciosa seguía mis pasos con sus pupilas y aguardaba en expectativa.
Di un paso al frente y rogué a los ángeles que la cuidaran, y la rodearon de un manto divino que la protegerá hasta el fin del mundo y ella esperaba. El camino hacia ella estaba listo, alfombrado.
Yo, con mis pasos de triunfo, me acerqué, la vi y mi primer anhelo (decirle “te amo”) se vio frustrado cuando intenté tomar su mano, no estaba, su estela quedó plasmada en el intenso oro de la soledad.
Ya no esperaba. No esperó mis pasos victoriosos, donde yo esperaba ofrecerle mi corazón, se fue y con ella mi confesión, la que haría eterno nuestro amor, pero no estaba, no escuchaba las palabras que tanto habían preparado los Dioses para mi discurso.
Mis regalos no sirvieron para detenerla.
Aún puedo contemplar su silueta, como cuando esperaba y a sus espaldas las cumbres doradas del inmenso cielo. |